Pestaña

jueves, 7 de diciembre de 2023

Del Ministro general por la Navidad del Señor

Fr. Massimo Fusarelli, ofm
 Ministro general
 
A todos los Hermanos Menores de la Orden
A las Hermanas Contemplativas de nuestra Familia

A las Hermanas de la TOR y a los hermanos y hermanas adscritos a nuestra Orden

«Este es el día que hizo el Señor; exultemos y alegrémonos en él. Porque un santísimo niño amado se nos ha dado, y ha nacido por nosotros de camino y fue puesto en un pesebre, porque no tenía lugar en la posada»[1].

Así oraba San Francisco con sus hermanos el día de Navidad.

Deseo hacer lo mismo con ustedes, queridos Hermanos y Hermanas, en este tiempo de Adviento y Navidad del 2023, atravesado por sombras y estallidos de guerra y violencia en tantas partes del mundo, sin olvidar la Tierra bendita donde el Señor quiso nacer y morir pobre y que aún hoy continúa su agonía.

La primera invitación de este salmo compuesto por Francisco es a la alegría, que hoy parece más inalcanzable que nunca: ¿cómo podemos ser felices en medio de tantos signos de muerte y ante un futuro incierto? ¿Acaso tenemos el derecho a la alegría cuando a tantos se les priva de la paz y de la vida misma?

¿Cómo podemos vivir y proclamar hoy la alegría del Adviento y de la Navidad?

Creo que se nos pide aprender a reconocer lo que frena en nosotros la experiencia de la alegría y la paz.

Por esta razón, dirijo nuestra atención hacia la presencia en nosotros de esos “malos pensamientos” – como los denomina la tradición espiritual – y que son verdaderos saboteadores de la alegría y de la paz.

La gula deforma nuestra relación con la comida, engañándonos al pensar que nos atiborramos para estar saciados y, por tanto, felices; y no sólo eso, sino que impulsa en nosotros la lujuria, que distorsiona nuestra relación con el cuerpo y la sexualidad, que ya no se vive como un espacio de encuentro sino de posesión.

La ira deforma nuestra relación con los demás, porque nos ata a nuestras propias ideas y posiciones, que defendemos a cualquier precio. Esto desenmascara la vanagloria y el orgullo en nosotros, que distorsionan nuestra relación tanto con lo que hacemos como con Dios, porque todo el espacio está ocupado para nosotros.

Queremos acaparar todo, por miedo a la muerte, como nos lo revela la avaricia, esa relación deformada con las cosas y el dinero. Y he aquí el otro pensamiento que tuerce nuestra relación con el espacio, la acidia, ese mal oscuro que nos invade a la mitad de la vida, haciéndonos creer que otro lugar y otras ocupaciones serían las mejores para nosotros y que nadie lo entiende, colocándonos de nuevo en el centro de todo. Si vivimos así no hay alegría y por eso nos asalta la tristeza, deformando nuestra relación con el tiempo, acortada por la dolorosa sensación de que todo pasa.

Quería retomar estas raíces del antiguo mal que llevamos dentro, porque la violencia del terrorismo y de la guerra, con todo lo que desata, nos pone en contacto con ese pozo profundo de pensamientos y sentimientos que corroe la paz y la alegría.

Es desde aquí desde donde podemos descubrirnos corresponsables del mal en el mundo, con su pretensión de sustituir a Dios. El mal no es ninguna broma. San Pablo dice que hay algo que frena la plena revelación del Señor “en el esplendor de su venida”[2][3] y no sabemos qué o quién es. Sin embargo, sabemos que somos peregrinos y extranjeros en esta lucha y que estamos despiertos a la espera de la venida del Señor. Por eso no nos asustan los signos de los tiempos que vivimos, por dramáticos que sean. Mientras esperamos al Señor, estamos atentos para leerlos con fe, para cambiar nuestros corazones y acciones con su amor, «para que Dios sea todo en todos»3.

Dejemos, pues, que el Señor que viene ilumine en nosotros esta zona oscura y nos abra a las virtudes que el Espíritu infunde en nosotros: como nos recuerda san Francisco, son la alegría y la sencillez, la pobreza, la humildad, la caridad y la obediencia: son estas virtudes las que confunden los malos pensamientos y nos dirigen al Señor[4] para que estalle la alegría de la fe y del seguimiento de Cristo, para una vida brillante y no resignada y triste.

Este camino es posible siguiendo las huellas de Francisco, que en Greccio acoge la venida del Señor en la Eucaristía, afirmando: «ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al seno de la Virgen; diariamente él mismo viene a nosotros en humilde apariencia; diariamente desciende desde el seno del Padre al altar»[5]. 

El anonadamiento del Señor es el que nos abre el camino hacia los manantiales de paz y alegría, junto con todas las criaturas. De hecho, en la Eucaristía podemos restituir al Padre, en Cristo y en la fuerza del Espíritu, esta creación que «gime hasta el presente y sufre dolores de parto»6.

Paz, alegría y gemido de la creación: no una alegría a bajo precio, sino la perfecta alegría que Francisco maduró desde la Navidad de Greccio hasta el encuentro con el Señor recibido en el Alverna.

Que nos acompañe todavía, con tantas personas de buena voluntad de este tiempo, hacia la alegría descubierta en un Niño nacido por el camino, como tantos que hoy huyen de las guerras, del hambre y de la injusticia.

Una alegría sencilla y verdadera, que nos anticipa aquélla del regreso del Señor, que invocamos:

¡Maranatha, ven Señor Jesús! Te echamos de menos y hoy nos duele tu silencio.

¿Es en este tormento de tu ausencia cuando vienes a nosotros?

No estás lejos de nosotros, pero te dejas reconocer. ¡Danos la fe de María, capaz de esperar!

Con mis mejores deseos para el Adviento y la Navidad del Señor, llenos de su paz para todos.

Roma a 29 de noviembre de 2023
800 años de la aprobación de la Regla bulada

Su hermano y servidor,

                    Fr. Massimo Fusarelli, ofm

                             Ministro general

 

Prot. 112739/MG-98


[1] Oficio de la Pasión XV, 6-7
[2] Cf. 2Tes 2,3-8b.
[3] Cor 15,28.
[4] Cf. Saludo a las Virtudes, 10-15.
[5] Admonicíon I, 16-18. 
[6]   Rom 8, 22.