Pestaña

martes, 3 de marzo de 2020

Retiros de Fraternidad: Marzo

Con el corazón y la mente vueltos al Señor 
LA CONVERSIÓN Y EL SEGUIMIENTO

Cuando nos acercamos a la vida pública de Jesús y abrimos, por ejemplo, el evangelio según san Mateo, encontramos al Maestro iniciando su predicación con estas palabras: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos (Mt 4,17). Pero, recordemos íntegramente, el texto evangélico que nos va a iluminar durante este retiro:
“Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró de Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm, junto al mar, en el territorio de Zabun y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló’. Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
‘CONVERTÍOS, PORQUE ESTA CERCA EL REINO DE LOS CIELOS’.
Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: VENID EN POS DE y os haré pescadores de hombres’. INMEDIATAMENTE dejaron las redes y LO SIGUIERON. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y LOS LLAMÓ. INMEDIATAMENTE dejaron la barca y a su padre y LO SIGUIERON.
Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino, curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo (Mt 4,12-23).

 Estamos ante un texto fundamental. Son las primeras palabras que pronuncia Jesús y contienen, de alguna manera, el anuncio de su misión en este mundo: Jesús viene a anunciar la cercanía del Reino de Dios y a llamar a sus oyentes a una profunda conversión.
Pero para nosotros, que tejemos la existencia desde una clave vocacional, es particularmente importante que en los evangelios sinópticos (lo acabamos de ver en el relato de san Mateo) la primera conversión es la vocación de los discípulos. Desde el primer momento llama profundamente la atención su contenido.
Cuando Jesús los llama, lo fundamental no es el cambio de vida, sino el seguimiento. Lo decisivo en la conversión de los discípulos no es dejar cosas”, sino que Jesús mismo los vincula íntimamente a su persona. De hecho, cuando Jesús llama a los discípulos a la conversión, no les está ofreciendo, en primer lugar, un camino de perfección moral: si quieres ser bueno, si quieres salvarte, si quieres ser perfecto... deja las cosas materiales. Lo verdaderamente nuclear es el Sígueme.
En el relato del joven rico (Mt 19,16-22) en el que quizás podemos pensar en este momento, lo central no es la perfección en el sentido de una renuncia ascética de los bienes, sino la dificultad existencial de un hombre que tiene que jugarse todo en el seguimiento de Cristo. Jesús propone al joven cinco verbos: vete vende dalo - ven- gueme; de ellos, el más importante y el que da sentido a los otros cuatro es el último: gueme.
Sin duda que la conversión evangélica conlleva un cambio radical de vida, porque no se puede seguir a Jesús a cualquier precio; pero nosotros seguimos hablando en no pocas ocasiones de un cambio moral. Según esto, alguien se convierte cuando, abandonando su mala voluntad y su vida de pecado, comienza a vivir desde la buena voluntad y desde la rectitud moral. Se trataría de pasar de la tibieza al fervor, de las malas a las buenas obras, de una vida anquilosada a otra más generosa... Pero ninguna de éstas, aun siendo todas actitudes buenas, es una conversión aunticamente cristiana.
En la Biblia se habla mucho de conversión. En el Antiguo Testamento la conversión esexpresada por el término “shub” que sugiere en su sentido etimológico la imagen de una persona que va por un camino equivocado y al darse cuenta cambia de sentido. En el Nuevo Testamento se habla de metanoia”; su significado literal griego es muy semejante al término hebreo ya que denota una situación en que en un trayecto alguien ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección; en la teología paulina equivale a cambio de mentalidad, transformación radical del propio modo de pensar y concebir la realidad y las relaciones con Dios, con los demás, con la naturaleza y con uno mismo.
Las raíces originales bíblicas de la conversión hay que buscarlas en los profetas post- exílicos. Después del destierro de Babilonia “la conversión equivale a la vuelta de la cautividad. Según esto, en la Biblia, convertirse es anunciar y aceptar el anuncio de que ha llegado el momento de ponerse en marcha para ser libres (Cf. Is 40. “El libro de la Consolación”). La conversión equivale a creer y aceptar el restablecimiento de la Alianza de un Dios que se adelanta a liberar al hombre; aceptar el anuncio gozoso de que ya ha pasado lo viejo y ha llegado lo nuevo.
El Mrcoles de Ceniza, al comienzo del solemne tiempo cuaresmal, hemos proclamado en la liturgia de la Eucaristía unas palabras de 2Cor 5,20.6,1-3 en las que san Pablo nos invita a dejarnos reconciliar con Dios y nos ayuda a comprender que la conversión cristiana no es tanto una conquista ascética cuando un dejarnos amar por Dios. Estamos ante un “buen anuncio”, ante un “evangelio luminoso: Dios no tiene en cuenta nuestros pecados, ha llegado el tiempo de la gracia; a Dios se le han conmovido las entrañas; a Dios le ha venido la racha de amar y perdonar. Por eso, como acogida y respuesta a tanta “buena noticia, se nos invita a la conversión.
Tenemos aquí la diferencia esencial entre el mensaje de Juan el Bautista y el de Jesús. El Bautista tambn predica la conversión: “Cambia de vida para que puedas recibir el Reino de Dios. En Jesús la situación es justamente al revés: Dios te regala su Reino, te lo ofrece, te perdona. Conviértete, es decir, cree, agrate, acéptalo. Pero esto pone en cuestión algunos de nuestros cimientos. Porque mientras que para nosotros la llamada a la conversión nos sigue centrando con frecuencia en el esfuerzo por tratar de ser mejores, por quitar defectos y cumplir mejor nuestros compromisos vocacionales... en la Biblia, convertirse es siempre convertirse a Dios.
A hablar de la conversión” podemos distinguir dos maneras vivirla, que podemos denominar como conversión moral y conversión teologal.
La conversión moral” toma como punto de partida el proyecto de vida. En este proyecto hay una serie de elementos: oración comunitaria y personal, celebración de la Eucaristía, fidelidad a los votos, cumplimiento del deber, entrega a los des, descanso... Nos revisamos y tratamos de poner en orden el proyecto de nuestra vida buscando un cumplimiento más fiel de todo lo establecido. Todo esto es muy bueno, pero la conversión cristiana es otra cosa. Si nos fijamos bien, aquí somos nosotros quienes nos convertimos; en el fondo no estamos convirtiéndonos a la salvación de Dios; somos nosotros quienes nos salvamos y seguimos colocados en el centro de nuestra historia de salvación como protagonistas indiscutibles y viviendo una autojustificación inconsciente.
Ahora bien, si yo no me acepto como soy, trataré, consciente o inconscientemente, de fabricarme una imagen buena de mí mismo a base de oraciones, actos de piedad, penitencias, compromiso social, buenas obras... Pero cuando llegue una situación de impotencia (o de pecado), me encontra en un callejón sin salida, porque sólo Dios es el que purifica el corazón del hombre. Si no descubro esto existencialmente, me pasaré la vida dando palos de ciego y terminaré por desanimarme. No debemos perder nunca de vista que el protagonista de la historia de la salvación no es el ser humano sino Dios y su amor infinito absoluta y desmesuradamente gratuito.
La “conversión teologal” nace de haber descubierto la gratuidad del amor de Dios manifestado como misericordia. Aquí ya no necesitamos tener una buena imagen de nosotros mismo. Descubrir el amor personal de Dios como misericordia nos lleva a aceptarnos en nuestra propia realidad. Ya no tenemos la necesidad de ir a Dios porque somos buenos ni cuando somos buenos. No vamos tampoco a Dios a pesar del pecado, sino precisamente a causa del pecado, porque nos sentimos pecadores. Esto conlleva reconocer experiencialmente que el problema de la vida espiritual no es en el esfuerzo de las obras, sino en una paz perseverante, humilde y agradecida; saber que lo más importante no es buscar y afanarse, sino esperar.
Pero hemos de estar atentos, porque existe el riesgo de interpretar erróneamente la Buena Nueva de la salvación gratuita por parte de Dios, sin que esto lleve a una confesión humilde y dolorosa de los pecados: “Si no es cuestión de obras, ni de esfuerzo personal, la conversión teologal rechaza la ascética. Y, sin embrago, nada más lejos de la verdad. La ascética subsiste con mayor firmeza, porque la conversión teologal no es psicología de confianza. No se puede hacer de la fe en el Dios salvador y del abandono en su misericordia un fácil recurso de carácter psicológico. Es necesario profundizar s, y saber que la fe y confianza en Dios, si no llevan a la humildad, a un espíritu de verdad y a un servicio obediente a la voluntad del Padre, no es más que estética. La única manera de no confundir la estética transcendental, que muchas veces es temperamental, con lo que es propiamente la vida de Dios, es dejarse guiar hasta el final. Dios, como buen pedagogo, lleva fácilmente a callejones sin salida. lo entonces se aprende a esperar contra toda esperanza. Pero esto es obra de la Gracia.
No podemos olvidar que la conversión cristiana no es un mero cambio de ideas, costumbres o actitudes; literalmente es un “nuevo nacimiento (Jn 3, 3); la prueba es en que el entender por dentro todo esto no depende de nosotros. Por mucho que nos lo expliquen sólo podemos captarlo existencialmente si nos viene dado desde arriba”. lo por la fuerza del Espíritu se puede aceptar que Dios nos ama y nos acoge tal y como somos.
Perder la imagen de nosotros mismos y la necesidad de tener la receta para ser buenos; perder el miedo ante nuestro pecado, ante las fuerzas ocultas del inconsciente, que nosotros mismos no podemos controlar; perder del miedo ante el juicio de los demás; aprender a abandonarnos en Dios, de modo que se haga nuestro modo de existir; aprender a andar en verdad, en la luz de Dios, de manera que efectivamente nos entreguemos a su amor... todo esto es pura obra de Dios. Ahora bien, cuando afirmamos que Dios lo tiene que hacer, no estamos asistiendo a un fácil recurso a la fe. Es sólo el primer pilar de todo proceso serio de auntica conversión cristiana. Para nosotros, casi siempre, la conversión es cambiar de costumbres, de plan de vida, ordenar un poco las cosas. En cambio, san Pablo habla de nueva criatura, de regenerados por la Palabra. Y san Juan habla denuevo nacimiento.
En esta regeneración por la Palabra, en este nuevo nacimiento, en esta conversión personal a Dios por Jesucristo nos encontramos con algunas señales que pueden orientar nuestro camino:
1.- Entender profundamente la Palabra. He podido, quis, pasarme años y os leyendo la Escritura pero sin captar su unidad, viendo las cosas sin conexión interna, de forma deslavazada. Pero llega un momento en que comienzo a entenderlas como una sola cosa. He encontrado el secreto del mensaje y con ello la unidad de la Biblia.
2.- Entender desde dentro que la fidelidad de Dios es mi fuerza y que es itil pretender construir el edificio de la santidad sólo con mis propios materiales; esto me llevará a dejar de hacer propósitos para aceptar la salvación de Dios. No porque los propósitos sean malos, sino porque nacen, normalmente, de mis ganas de ser bueno. Aceptar con serenidad que el gran propósito de Dios es modelarme a imagen de su Hijo
3.- Aprender a no buscar afanosa y compulsivamente, sino a esperar confiadamente en Dios y, desde aquí verme cada vez más pecador, pero a la vez, y de manera inexplicable, en paz.
4.- Entender literalmente y de manera experiencial que todo es gracia, hasta el punto de no escandalizarme de la exclamación de la Iglesia en la noche de Pascua: Dichoso pecado que nos trajo tal Salvador. Comprender que Dios es más seguro que mis obras y mis méritos y, por lo tanto, poner la seguridad en no poseer obras ni méritos personales, abandonándome confiadamente en manos de Dios.
5.- Gloriarme de mis debilidades (cf. 2Cor 12,1-10). Acoger la buena noticia de que todas mis faltas no sólo no me apartan del amor de Dios, sino que le unen más íntimamente a (cf. Mc 2,13-17). Así tambn, cuando he hecho algo bueno puedo decir con plena verdad que soy un siervo itil y he hecho lo que debía(Lc 17,10).
6.- No pretender sustituir la acción de Dios, sino dejar a su providencia que actúe, prefiriendo creer en Él antes que conseguir lo que pretendo.
Vivir en un proceso de permanente conversión a Dios, nos va a llevar a sentir que “estamos en el aire”, pero precisamente eso es ser cristianos. Ya no tenemos “suelo ni dónde agarrarnos. Por eso es normal la sensación de desmantelamiento. El cristiano es, precisamente, el que va aprendiendo progresivamente que Dios es fiel. ¿Qle importa tener tierra o no tenerla, si Dios mismo es nuestra tierra? Además de que en nuestra pretensión de vivir un nuevo nacimiento ¿Quién tend más interés, nosotros o Dios?
 Provincia de la Inmaculada ofm