LA CONVERSIÓN Y EL SEGUIMIENTO
Cuando nos acercamos a la vida pública de Jesús y abrimos, por ejemplo, el evangelio
según san Mateo, encontramos al Maestro iniciando su predicación
con
estas palabras: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 4,17). Pero, recordemos íntegramente, el texto evangélico que nos va a iluminar durante este retiro:
“Al enterarse Jesús de que habían
arrestado a Juan se retiró de Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por
medio del profeta
Isaías: ‘Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del
mar, al otro lado
del
Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba
en tinieblas vio
una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz
les brilló’.
Desde
entonces comenzó
Jesús a predicar
diciendo:
‘CONVERTÍOS, PORQUE
ESTA CERCA EL REINO DE LOS
CIELOS’.
Paseando junto al
mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado
Pedro y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: ‘VENID EN POS DE MÍ y os haré pescadores de
hombres’.
INMEDIATAMENTE dejaron las redes y LO SIGUIERON. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a
Juan,
su hermano, que
estaban en la
barca
repasando las redes con Zebedeo, su padre, y
LOS
LLAMÓ. INMEDIATAMENTE
dejaron la barca y a su padre
y LO SIGUIERON.
Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el
evangelio del reino, curando toda enfermedad y toda dolencia en
el pueblo” (Mt
4,12-23).
Estamos ante un texto fundamental. Son las primeras palabras que pronuncia Jesús y
contienen, de alguna manera, el anuncio de su misión en este mundo: Jesús viene
a anunciar
la
cercanía del Reino de Dios y a llamar a sus oyentes a una profunda conversión.
Pero para nosotros, que tejemos la existencia desde una clave vocacional, es particularmente importante que en los evangelios sinópticos (lo acabamos
de ver en el relato de san Mateo) la primera conversión
es la vocación de los discípulos. Desde el primer
momento llama profundamente la atención su contenido.
Cuando Jesús los llama, lo fundamental no es el cambio de vida, sino el seguimiento. Lo
decisivo en la conversión de los discípulos
no es “dejar cosas”, sino que Jesús mismo los
vincula íntimamente a su persona. De hecho, cuando Jesús llama a los discípulos
a la
conversión, no les está ofreciendo, en primer lugar, un camino de perfección moral:
“si
quieres ser bueno, si quieres salvarte,
si quieres ser perfecto... deja las cosas
materiales”. Lo verdaderamente nuclear es el “Sígueme”.
En el relato del joven rico (Mt 19,16-22) en el que quizás podemos pensar en este momento, lo central no es la perfección en el sentido de una renuncia ascética de los bienes, sino la dificultad existencial de un hombre que
tiene que jugarse todo en el seguimiento de
Cristo. Jesús propone
al joven cinco verbos: vete – vende – dalo - ven- sígueme; de ellos, el
más importante y el que da sentido a los otros cuatro es el último: sígueme.
Sin duda que la conversión evangélica conlleva un cambio radical de vida, porque no se puede seguir a Jesús a cualquier precio; pero nosotros seguimos hablando en no pocas ocasiones de un cambio moral. Según esto, alguien se convierte cuando, abandonando su
mala voluntad y su vida de pecado, comienza a vivir desde la buena voluntad y desde la
rectitud moral. Se trataría de pasar de
la tibieza al fervor, de las malas a las buenas obras, de
una vida anquilosada a otra más generosa... Pero ninguna de éstas, aun siendo todas actitudes buenas, es una conversión auténticamente cristiana.
En la Biblia se habla mucho de conversión. En el Antiguo Testamento la conversión
está expresada por el término “shub” que sugiere en su sentido etimológico
la
imagen de una persona que
va por un camino equivocado y al darse cuenta cambia de sentido. En el Nuevo Testamento
se
habla de “metanoia”; su significado literal griego es muy semejante al término
hebreo ya que denota una situación
en
que en un trayecto alguien
ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra
dirección; en la teología paulina equivale a cambio de
mentalidad, transformación radical del propio modo de pensar y concebir la realidad y las relaciones con Dios, con los demás, con la naturaleza y con uno mismo.
Las
raíces originales bíblicas de la conversión hay que buscarlas en los profetas post-
exílicos. Después del destierro
de
Babilonia “la conversión” equivale a la vuelta de la
cautividad.
Según esto, en la Biblia, convertirse es anunciar y aceptar el anuncio de que ha
llegado el momento de ponerse en marcha para ser libres (Cf. Is 40. “El libro de la
Consolación”). La conversión equivale a creer y aceptar el restablecimiento de la Alianza de
un Dios que se adelanta a liberar al hombre;
aceptar el anuncio gozoso de que ya ha pasado lo viejo y ha llegado lo
nuevo.
El Miércoles de Ceniza, al comienzo del solemne tiempo cuaresmal, hemos proclamado en la liturgia de la Eucaristía unas palabras de 2Cor 5,20.6,1-3 en las que san Pablo nos invita a dejarnos reconciliar con Dios y nos ayuda a comprender que la conversión cristiana no es
tanto una conquista ascética cuando un dejarnos amar por Dios. Estamos ante un “buen anuncio”, ante un “evangelio” luminoso: Dios no tiene en cuenta nuestros pecados, ha llegado el tiempo de la gracia; a Dios se le han conmovido las entrañas; a Dios le ha venido la racha
de amar y perdonar. Por eso, como acogida y respuesta a tanta “buena noticia”, se nos invita
a la conversión.
Tenemos aquí la diferencia esencial entre el mensaje de Juan el Bautista y el de Jesús. El
Bautista también predica la conversión: “Cambia de vida para que puedas recibir el Reino de
Dios”. En Jesús la situación es justamente al revés: “Dios te regala su Reino, te lo ofrece, te perdona. Conviértete”, es decir, cree, alégrate, acéptalo. Pero esto pone en cuestión algunos de
nuestros cimientos. Porque mientras que para nosotros
la llamada a la conversión nos sigue centrando con frecuencia en el esfuerzo por tratar
de
ser mejores, por quitar defectos y cumplir mejor nuestros compromisos vocacionales... en la Biblia, convertirse es siempre convertirse a Dios.
A
hablar de la “conversión” podemos distinguir dos maneras
vivirla, que podemos
denominar como conversión moral y conversión teologal.
La
“conversión moral” toma como punto de
partida el proyecto de vida. En este proyecto
hay una serie de elementos: oración comunitaria
y personal, celebración de la Eucaristía,
fidelidad
a los votos, cumplimiento del deber, entrega a los demás, descanso... Nos revisamos y tratamos de poner en orden el proyecto de nuestra vida buscando un cumplimiento más fiel de todo lo establecido. Todo esto es muy bueno, pero la conversión
cristiana es otra cosa. Si nos fijamos bien, aquí somos nosotros quienes “nos convertimos”; en el fondo no estamos convirtiéndonos
a la salvación de Dios; somos nosotros quienes nos salvamos y seguimos colocados en el centro de nuestra historia de salvación como protagonistas indiscutibles y
viviendo una autojustificación inconsciente.
Ahora bien, si yo no me acepto como soy, trataré, consciente o inconscientemente, de
fabricarme una imagen buena
de mí mismo a base de oraciones, actos
de piedad, penitencias, compromiso social, buenas obras...
Pero cuando llegue una situación de impotencia (o de pecado), me encontraré en un callejón sin salida, porque sólo Dios es el que
purifica el corazón del hombre. Si no descubro esto existencialmente, me pasaré la vida dando
palos de ciego y terminaré por desanimarme. No debemos perder nunca de vista que
el
protagonista de la historia de la salvación no es el ser humano sino Dios y su amor infinito absoluta y desmesuradamente gratuito.
La
“conversión teologal” nace de haber descubierto la gratuidad del amor de Dios
manifestado como
misericordia.
Aquí ya no necesitamos
tener una
buena imagen de nosotros
mismo.
Descubrir el
amor personal de Dios como
misericordia
nos lleva a aceptarnos en nuestra propia realidad. Ya no tenemos la necesidad de ir a Dios porque somos buenos ni cuando somos buenos. No vamos tampoco a Dios a pesar del pecado,
sino
precisamente
a causa del pecado,
porque nos sentimos pecadores. Esto conlleva reconocer experiencialmente que el problema
de la vida espiritual
no está en el esfuerzo de las obras, sino en una paz perseverante, humilde y agradecida; saber que lo más importante no es
buscar y afanarse, sino esperar.
Pero
hemos de estar
atentos, porque existe el riesgo de interpretar erróneamente la Buena
Nueva de la salvación gratuita por parte de Dios, sin que esto lleve a una confesión humilde y
dolorosa de los pecados: “Si no es cuestión de obras, ni de esfuerzo personal, la conversión
teologal rechaza la ascética”. Y, sin embrago, nada más lejos de la verdad. La ascética
subsiste con mayor firmeza, porque la conversión teologal no es psicología de confianza. No
se
puede hacer de la
fe en el
Dios salvador y del abandono
en su misericordia un fácil recurso
de carácter psicológico. Es necesario profundizar más, y saber que la fe y confianza en Dios, si
no llevan a la humildad, a un espíritu de verdad y a un servicio obediente a la voluntad del
Padre, no es más que “estética”. La única manera de no confundir la estética
transcendental, que muchas veces es temperamental,
con
lo que es propiamente la vida de Dios, es dejarse
guiar hasta el final. Dios, como buen pedagogo,
lleva fácilmente a callejones sin salida. Sólo
entonces se aprende a esperar contra toda esperanza. Pero esto es obra de la Gracia.
No podemos olvidar
que la conversión cristiana no es
un mero cambio de ideas,
costumbres o actitudes; literalmente es un “nuevo nacimiento” (Jn 3, 3); la prueba está en
que el “entender por dentro” todo
esto no depende de
nosotros. Por mucho que nos lo
expliquen
sólo podemos captarlo existencialmente
si
nos viene dado “desde arriba”. Sólo por
la
fuerza del Espíritu se puede aceptar que Dios nos ama y nos acoge tal y como somos.
Perder la imagen de nosotros
mismos y la necesidad de tener la receta para ser buenos; perder el miedo ante nuestro pecado, ante las fuerzas ocultas del inconsciente, que nosotros mismos no podemos controlar;
perder del miedo ante el juicio de los demás; aprender a abandonarnos en Dios, de modo que se haga nuestro modo de existir; aprender a andar en
verdad, en la luz de Dios, de manera que
efectivamente nos entreguemos a su amor...
todo esto es pura obra de Dios. Ahora bien, cuando
afirmamos que “Dios lo tiene que hacer”,
no estamos asistiendo a un fácil recurso
a la fe. Es sólo el primer pilar de todo proceso serio de
auténtica conversión
cristiana. Para nosotros, casi siempre, la conversión
es
cambiar de costumbres, de plan de vida, ordenar un poco las cosas. En cambio, san Pablo habla de
“nueva
criatura”,
de “regenerados por
la Palabra”. Y san
Juan habla de “nuevo nacimiento”.
En esta regeneración por la
Palabra, en este nuevo nacimiento, en
esta
conversión personal a Dios por Jesucristo nos encontramos con algunas señales que pueden orientar nuestro camino:
1.- Entender profundamente la Palabra. He
podido, quizás, pasarme años y años leyendo la Escritura
pero sin captar
su
unidad, viendo las cosas sin conexión interna, de forma deslavazada.
Pero llega un momento en que comienzo a
entenderlas como una sola cosa. He encontrado el
secreto
del
mensaje y con ello la unidad de la Biblia.
2.- Entender desde dentro que la fidelidad de Dios es mi fuerza y que es inútil pretender construir el edificio de la santidad sólo con mis propios materiales;
esto me llevará a dejar de hacer propósitos para aceptar la salvación de Dios. No
porque los propósitos sean malos, sino porque nacen, normalmente, de mis
ganas de ser bueno. Aceptar con serenidad que el gran propósito de Dios es
modelarme a imagen de su Hijo
3.- Aprender a no buscar afanosa y compulsivamente, sino a esperar confiadamente
en Dios y, desde aquí verme cada vez más pecador,
pero a la vez, y de manera
inexplicable, en paz.
4.- Entender literalmente
y de
manera experiencial que
“todo es gracia”, hasta
el punto de no escandalizarme de la exclamación
de la Iglesia en la noche de
Pascua: “Dichoso pecado que nos trajo tal Salvador”. Comprender que Dios es más seguro
que mis obras y mis méritos y, por lo tanto, poner la seguridad en no poseer obras ni méritos personales, abandonándome
confiadamente en manos de Dios.
5.- Gloriarme de mis debilidades
(cf. 2Cor 12,1-10). Acoger la buena noticia de que
todas mis faltas no sólo no me apartan
del
amor de Dios, sino que le unen más íntimamente a mí (cf. Mc 2,13-17). Así también, cuando he hecho algo bueno puedo decir con plena verdad que “soy un siervo inútil y he hecho lo que debía” (Lc 17,10).
6.- No pretender sustituir la acción de Dios, sino dejar a su providencia que actúe,
prefiriendo creer en Él antes que conseguir lo que pretendo.
Vivir en un proceso de permanente conversión a Dios, nos
va
a llevar a sentir que “estamos
en el
aire”, pero precisamente eso es ser cristianos. Ya no tenemos “suelo” ni dónde
agarrarnos. Por eso es normal la sensación de desmantelamiento.
El cristiano es, precisamente,
el
que va aprendiendo progresivamente que Dios es fiel. ¿Qué le importa tener
tierra o no tenerla, si Dios mismo es nuestra tierra? Además de que en nuestra pretensión de vivir un nuevo nacimiento ¿Quién tendrá más interés, nosotros o Dios?
Provincia de la Inmaculada ofm