A TODAS LAS HERMANAS DE LA FEDERACIÓN
Queridas
hermanas:
Un
año más está llegando a nosotras el tiempo de adviento, tiempo de esperanza que
nos visita despertando en nosotras nuestros mejores deseos e inquietudes. Son
muchas las veces que el tema de la esperanza es objeto de reflexión y mucho más
en el contexto de “crisis sociológica o/y existencial” que vive la vida
religiosa.
Es verdad que “nos encontramos en una situación de crisis. Pero la crisis como tal es ambivalente, pues, según cómo y desde dónde sea procesada, puede ser la ocasión de un despliegue humano y espiritual o puede disparar los mecanismos instintivos de supervivencia y traducirse en un repliegue y enquistamiento crónico”.[1] A nosotras, como cristianas, como discípulas de Jesús, se nos invita a vivirla con actitud de esperanza, “la esperanza es lo que mide al discípulo de Jesús, si alguien no tiene esperanza no diga que es su discípulo, decía Monseñor Carballo en la XXVI Asamblea de la Confer 2019.
Es verdad que “nos encontramos en una situación de crisis. Pero la crisis como tal es ambivalente, pues, según cómo y desde dónde sea procesada, puede ser la ocasión de un despliegue humano y espiritual o puede disparar los mecanismos instintivos de supervivencia y traducirse en un repliegue y enquistamiento crónico”.[1] A nosotras, como cristianas, como discípulas de Jesús, se nos invita a vivirla con actitud de esperanza, “la esperanza es lo que mide al discípulo de Jesús, si alguien no tiene esperanza no diga que es su discípulo, decía Monseñor Carballo en la XXVI Asamblea de la Confer 2019.
San
Pablo aconseja siempre a los cristianos a no vivir como aquellos que no tienen
esperanza (cfr. 1Tes 4,13). Pero preguntémonos, ¿Qué esperamos? Sinceramente, y
a día de hoy, ¿cuál es nuestra esperanza? ¿En quién o en qué la tenemos puesta?
En
la carta encíclica Spe Salvi, el papa Benedicto XVI nos recuerda que no basta
cualquier esperanza para llenar el corazón humano, es necesaria una esperanza
que va más allá, que sobrepasa nuestras expectativas demasiado temporales: “el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes
o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer
que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra.
En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la
esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante
para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se
ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre
necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede
contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá
alcanzar”.[2]
¡Cuántas
veces, como humanas, cristianas y seguidoras de Jesús, hemos experimentado lo
frágil y pasajero de nuestras propias aspiraciones, del dónde y quizás, del
quién, hemos colocado la esperanza de felicidad y satisfacción. Al final, tal
vez, pagando el precio de la decepción, del vacío interior, de la noche, ha
brotado de lo más profundo de nuestro ser esa Palabra sobrecogedora e inabarcable:
DIOS, como el grito de los pobres que han comprendido -¡por fin!- que sólo Él
es sujeto de nuestra confianza y plenitud. “Estamos en un lugar privilegiado
para mostrar que la esperanza cristiana tiene sentido allí donde todas las
esperanzas humanas han comenzado a declinar, porque es distinta, porque no se
nutre de éxitos, de triunfos, de potencia y de grandes números, de masas de
seguidores”[3],
se nutre de la experiencia de Dios, de la fe en sus Promesas que superan su
fama; se nutre de su fidelidad inquebrantable a pesar de la poca consistencia
de la nuestra, se nutre en últimas, fijando la mente y el corazón en Aquél que
basta siempre y para todo.[4]
Nuestra
esperanza es un don, que bebe y se alimenta con la relación personal y
comunitaria con el Señor de nuestras vidas; como don hay que pedirla y
agradecerla, es objeto de súplica y de acción de gracias: “Sea bendito Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo; que en su gran
misericordia, nos ha regalado una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos” (Cf.1P 1,3).
En
la vida consagrada no podemos olvidar la dimensión escatológica, no podemos
olvidar el horizonte hacia el cual caminamos. Como se nos recordaba en los
domingos pasados deberíamos pensar más en ese Día que vendrá como el ladrón
cuando menos lo esperamos, para dar valor a nuestro presente que lleva en sí la
semilla del futuro, para que nuestra esperanza no se cierre en este tiempo, tan
limitado y transitorio, y no absoluticemos sus valores (salud, éxito, poder,
riqueza, honra…), sino que nos ayude a situarnos en nuestra verdad personal y a
juzgar la historia “desde otro lado”, el único, al fin y al cabo, que tiene la
última palabra.[5]
El
papa Francisco en una de sus catequesis sobre la esperanza decía que de los
símbolos que más le gustaba para representar la esperanza era la del ancla
porque expresa que nuestra esperanza no es vaga; no va confundida con el
sentimiento transitorio de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de
forma poco realista, basándose solo en la propia fuerza de voluntad. La
esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en el atractivo del futuro,
sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en
Jesucristo. Desde esta convicción profunda el santo Padre invitaba a volver al
ancla, pero ¿Cuál es nuestra ancla? ¡Nuestra fe es el ancla en el cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada en el
cielo! ¿Qué debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda de la fe e ir siempre
adelante hasta que lleguemos a la Patria definitiva, a la Casa del Padre.
Nuestro
horizonte es la venida del Señor, es el encuentro definitivo con el Esposo y
eso nos lleva a vivir en vigilancia, en esa tensión entre el “ya sí, aunque
todavía no”.
San
Juan es su primera carta nos coloca en esa dinámica de la espera-vigilante: “somos hijos de Dios, pero aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes
a Él, porque le veremos tal cual es” Quien tiene esta esperanza en él se
purifica, porque Él es puro (1 Jn 3,2ss). Esperamos verle tal cual es, pero
esta esperanza que agranda nuestro deseo y abre nuestros horizontes nos adentra
también en un camino de purificación donde somos expropiadas de todas esas “banales
esperanzas” que restan cabida al DIOS de nuestra esperanza.
San
Agustín tiene unas páginas muy bellas a este respecto donde dice que el hombre
ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por
Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le
entrega, tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando (su don), ensancha el
deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz (de su
don)». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive
lanzado hacia lo que está por delante (cf.Flp.3, 13). Después usa una imagen
muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del
corazón humano: «Imagínate que Dios quiere llenarte de miel (símbolo de la
ternura y la bondad de Dios); si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la
miel?». El vaso, es decir, el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego
purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es
doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados[6].
Sí,
hermanas, en este “todavía no” necesitamos permanecer vigilantes al paso de
Dios en lo cotidiano, sencillo y sin brillo de cada día, necesitamos estar atentas,
despiertas para reconocerle en tantas circunstancias prósperas o adversas que
purifican y pueden ser ocasión para ensanchar nuestros corazones: la vigilancia
no es solo para defenderse de los peligros inesperados, sino para no dejar
pasar la oportunidad, que puede ser de gracia y salvación y traducirse en
encuentro transformador con el Señor”.[7]
Hemos
sido creadas para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmadas por Él.
Vivamos lanzadas a lo que está por delante, con
andar apresurado, con paso ligero, recordando el propósito y viendo siempre el
principio[8].
Caminemos en esperanza sabiendo que el amor de Dios nos ha precedido y que no
hay parte del mundo que escape de la victoria de Cristo Resucitado. Aguardemos
con fe, esperanza y amor la dichosa aparición de nuestro gran Dios y salvador
Jesucristo (2Tt 2,13).
¡Bienaventurado
y fecundo Adviento 2019!
Me encomiendo a vuestras oraciones y os tengo
presente en las mías.
Fdo. Mª Teresa
Domínguez Blanco
Presidenta
Federal
[1] Cf. “Sabiduría
cristiana de la reducción”, Isabel Ardanza. Revista Frontera Hegian nº 106.
[2] Carta
encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI, nº 30.
[3]
Cf. “Presente, memoria, porvenir. Soñar y diseñar la vida consagrada del siglo
XXI. En diálogo con la sociedad creyente. Nuria C. Martínez –Gayol, pg.86.
[4]
Rnb XXIII,5
[5] Cf.
Seguir a Jesús en la vida ordinaria. Javier Garrido.
[6] Cf. Carta
encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI, nº 33.
[7] Cf
Lectio Divina para tiempos fuertes. Carlos Martínez Oliveras. 2019
[8] Cf.
2CtaCl 11-12