Pestaña

domingo, 1 de diciembre de 2019

Mensaje de adviento de Madre Presidenta

Sor Mª Teresa Domínguez Blanco, o.s.c. 

 A TODAS LAS HERMANAS DE LA FEDERACIÓN

Queridas hermanas:
Un año más está llegando a nosotras el tiempo de adviento, tiempo de esperanza que nos visita despertando en nosotras nuestros mejores deseos e inquietudes. Son muchas las veces que el tema de la esperanza es objeto de reflexión y mucho más en el contexto de “crisis sociológica o/y existencial” que vive la vida religiosa. 


Es verdad que “nos encontramos en una situación de crisis. Pero la crisis como tal es ambivalente, pues, según cómo y desde dónde sea procesada, puede ser la ocasión de un despliegue humano y espiritual o puede disparar los mecanismos instintivos de supervivencia y traducirse en un repliegue y enquistamiento crónico”.[1] A nosotras, como cristianas, como discípulas de Jesús, se nos invita a vivirla con actitud de esperanza, “la esperanza es lo que mide al discípulo de Jesús, si alguien no tiene esperanza no diga que es su discípulo, decía Monseñor Carballo en la XXVI Asamblea de la Confer 2019.


San Pablo aconseja siempre a los cristianos a no vivir como aquellos que no tienen esperanza (cfr. 1Tes 4,13). Pero preguntémonos, ¿Qué esperamos? Sinceramente, y a día de hoy, ¿cuál es nuestra esperanza? ¿En quién o en qué la tenemos puesta? 

En la carta encíclica Spe Salvi, el papa Benedicto XVI nos recuerda que no basta cualquier esperanza para llenar el corazón humano, es necesaria una esperanza que va más allá, que sobrepasa nuestras expectativas demasiado temporales: “el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar”.[2]
 
¡Cuántas veces, como humanas, cristianas y seguidoras de Jesús, hemos experimentado lo frágil y pasajero de nuestras propias aspiraciones, del dónde y quizás, del quién, hemos colocado la esperanza de felicidad y satisfacción. Al final, tal vez, pagando el precio de la decepción, del vacío interior, de la noche, ha brotado de lo más profundo de nuestro ser esa Palabra sobrecogedora e inabarcable: DIOS, como el grito de los pobres que han comprendido -¡por fin!- que sólo Él es sujeto de nuestra confianza y plenitud. “Estamos en un lugar privilegiado para mostrar que la esperanza cristiana tiene sentido allí donde todas las esperanzas humanas han comenzado a declinar, porque es distinta, porque no se nutre de éxitos, de triunfos, de potencia y de grandes números, de masas de seguidores”[3], se nutre de la experiencia de Dios, de la fe en sus Promesas que superan su fama; se nutre de su fidelidad inquebrantable a pesar de la poca consistencia de la nuestra, se nutre en últimas, fijando la mente y el corazón en Aquél que basta siempre y para todo.[4]

Nuestra esperanza es un don, que bebe y se alimenta con la relación personal y comunitaria con el Señor de nuestras vidas; como don hay que pedirla y agradecerla, es objeto de súplica y de acción de gracias: “Sea bendito Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo; que en su gran misericordia, nos ha regalado una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (Cf.1P 1,3). 

En la vida consagrada no podemos olvidar la dimensión escatológica, no podemos olvidar el horizonte hacia el cual caminamos. Como se nos recordaba en los domingos pasados deberíamos pensar más en ese Día que vendrá como el ladrón cuando menos lo esperamos, para dar valor a nuestro presente que lleva en sí la semilla del futuro, para que nuestra esperanza no se cierre en este tiempo, tan limitado y transitorio, y no absoluticemos sus valores (salud, éxito, poder, riqueza, honra…), sino que nos ayude a situarnos en nuestra verdad personal y a juzgar la historia “desde otro lado”, el único, al fin y al cabo, que tiene la última palabra.[5]   

El papa Francisco en una de sus catequesis sobre la esperanza decía que de los símbolos que más le gustaba para representar la esperanza era la del ancla porque expresa que nuestra esperanza no es vaga; no va confundida con el sentimiento transitorio de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de forma poco realista, basándose solo en la propia fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en el atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Desde esta convicción profunda el santo Padre invitaba a volver al ancla, pero ¿Cuál es nuestra ancla? ¡Nuestra fe es el ancla en el cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada en el cielo! ¿Qué debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda de la fe e ir siempre adelante hasta que lleguemos a la Patria definitiva, a la Casa del Padre.
Nuestro horizonte es la venida del Señor, es el encuentro definitivo con el Esposo y eso nos lleva a vivir en vigilancia, en esa tensión entre el “ya sí, aunque todavía no”.
San Juan es su primera carta nos coloca en esa dinámica de la espera-vigilante: “somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” Quien tiene esta esperanza en él se purifica, porque Él es puro (1 Jn 3,2ss). Esperamos verle tal cual es, pero esta esperanza que agranda nuestro deseo y abre nuestros horizontes nos adentra también en un camino de purificación donde somos expropiadas de todas esas “banales esperanzas” que restan cabida al DIOS de nuestra esperanza. 

San Agustín tiene unas páginas muy bellas a este respecto donde dice que el hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega, tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando (su don), ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz (de su don)». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf.Flp.3, 13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano: «Imagínate que Dios quiere llenarte de miel (símbolo de la ternura y la bondad de Dios); si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?». El vaso, es decir, el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados[6].

Sí, hermanas, en este “todavía no” necesitamos permanecer vigilantes al paso de Dios en lo cotidiano, sencillo y sin brillo de cada día, necesitamos estar atentas, despiertas para reconocerle en tantas circunstancias prósperas o adversas que purifican y pueden ser ocasión para ensanchar nuestros corazones: la vigilancia no es solo para defenderse de los peligros inesperados, sino para no dejar pasar la oportunidad, que puede ser de gracia y salvación y traducirse en encuentro transformador con el Señor”.[7]
 
Hemos sido creadas para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmadas por Él. Vivamos lanzadas a lo que está por delante, con andar apresurado, con paso ligero, recordando el propósito y viendo siempre el principio[8]. Caminemos en esperanza sabiendo que el amor de Dios nos ha precedido y que no hay parte del mundo que escape de la victoria de Cristo Resucitado. Aguardemos con fe, esperanza y amor la dichosa aparición de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo (2Tt 2,13).

¡Bienaventurado y fecundo Adviento 2019!
 Me encomiendo a vuestras oraciones y os tengo presente en las mías.


Fdo. Mª Teresa Domínguez Blanco
Presidenta Federal


[1] Cf. “Sabiduría cristiana de la reducción”, Isabel Ardanza. Revista Frontera Hegian nº 106.
[2] Carta encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI, nº 30.
[3] Cf. “Presente, memoria, porvenir. Soñar y diseñar la vida consagrada del siglo XXI. En diálogo con la sociedad creyente. Nuria C. Martínez –Gayol, pg.86.
[4] Rnb XXIII,5
[5] Cf. Seguir a Jesús en la vida ordinaria. Javier Garrido.
[6] Cf. Carta encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI, nº 33.
[7] Cf Lectio Divina para tiempos fuertes. Carlos Martínez Oliveras. 2019
[8] Cf. 2CtaCl 11-12