(EL HERMOSO SIGNO
DEL PESEBRE)
Del Santo Padre Francisco
Sobre el significado y el valor del Belén
La tarde del 1 de diciembre, el Papa Francisco ha firmado en Greccio (Italia) la Carta Apostólica “Admirabile signum”, sobre el significado y el valor del Belén. En este mismo lugar, hace casi ocho siglos, San Francisco de Asís reprodujo por primera vez el nacimiento de Nuestro Señor en una gruta.
Es una hermosa carta que sirve de
preparación en este tiempo de Adviento que acabamos de empezar con la que el
Papa reivindica en tono catequético y pedagógico esta costumbre navideña de
representar el nacimiento de Jesús en las casas, “en los lugares de trabajo, en
las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas…”.
“El belén, forma parte del dulce y
exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y luego
en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de
Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros
estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de
la Virgen María. Y a sentir que en esto está la felicidad. Que en la escuela de
san Francisco abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del
asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido
compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos.” (n. 10)
TEXTO COMPLETO DE LA CARTA:
1.
El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa
siempre asombro y admiración. La representación del acontecimiento del
nacimiento de Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo
de Dios con sencillez y alegría. El belén, en efecto, es como un Evangelio
vivo, que surge de las páginas de la Sagrada Escritura. La
contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente
en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho
hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el
punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él.
Con
esta Carta quisiera alentar la hermosa tradición de nuestras familias que en
los días previos a la Navidad preparan el belén, como también la costumbre de
ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las
cárceles, en las plazas… Es realmente un ejercicio de fantasía creativa, que utiliza los
materiales más dispares para crear pequeñas obras maestras llenas de belleza.
Se aprende desde niños: cuando papá y mamá, junto a los abuelos, transmiten
esta alegre tradición, que contiene en sí una rica espiritualidad popular.
Espero que esta práctica nunca se debilite; es más, confío en que, allí donde
hubiera caído en desuso, sea descubierta de nuevo y revitalizada.
2.
El origen del pesebre encuentra confirmación ante todo en algunos detalles evangélicos
del nacimiento de Jesús en Belén. El evangelista Lucas dice
sencillamente que María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en
pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la
posada» (2,7). Jesús fue colocado en un pesebre; palabra que procede del
latín: praesepium.
El
Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van a
comer. El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como
«el pan bajado del cielo» (Jn 6,41). Un simbolismo que ya san
Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando escribía: «Puesto en el
pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Serm. 189,4). En realidad, el belén
contiene diversos misterios de la vida de Jesús y nos los hace sentir cercanos
a nuestra vida cotidiana.
Pero
volvamos de nuevo al origen del belén tal como nosotros lo entendemos. Nos
trasladamos con la mente a Greccio, en el valle Reatino; allí san Francisco se
detuvo viniendo probablemente de Roma, donde el 29 de noviembre de 1223 había
recibido del Papa Honorio III la confirmación de su Regla. Después de su viaje
a Tierra Santa, aquellas grutas le recordaban de manera especial el paisaje de
Belén. Y es posible que el Poverello quedase
impresionado en Roma, por los mosaicos de la Basílica de Santa María la Mayor
que representan el nacimiento de Jesús, justo al lado del lugar donde se
conservaban, según una antigua tradición, las tablas del pesebre.
Las Fuentes
Franciscanas narran en detalle lo que sucedió en Greccio. Quince días
antes de la Navidad, Francisco llamó a un hombre del lugar, de nombre Juan, y
le pidió que lo ayudara a cumplir un deseo: «Deseo celebrar la memoria del Niño
que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que
sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue
colocado sobre heno entre el buey y el asno»[1]. Tan pronto como lo
escuchó, ese hombre bueno y fiel fue rápidamente y preparó en el lugar señalado
lo que el santo le había indicado. El 25 de diciembre, llegaron a Greccio
muchos frailes de distintos lugares, como también hombres y mujeres de las
granjas de la comarca, trayendo flores y antorchas para iluminar aquella noche
santa.
Cuando llegó Francisco, encontró el pesebre con el heno, el buey y el asno.
Las personas que llegaron mostraron frente a la escena de la Navidad una
alegría indescriptible, como nunca antes habían experimentado. Después el
sacerdote, ante el Nacimiento, celebró solemnemente la Eucaristía, mostrando el
vínculo entre la encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En aquella
ocasión, en Greccio, no había figuras: el belén fue realizado y vivido por
todos los presentes[2].
Así
nace nuestra tradición: todos alrededor de la gruta y llenos de alegría,
sin distancia alguna entre el acontecimiento que se cumple y cuantos participan
en el misterio.
El
primer biógrafo de san Francisco, Tomás de Celano, recuerda que esa noche, se añadió a
la escena simple y conmovedora el don de una visión maravillosa:
uno de los presentes vio acostado en el pesebre al mismo Niño Jesús. De aquel
belén de la Navidad de 1223, «todos regresaron a sus casas colmados de alegría»[3].
3.
San Francisco realizó una gran obra de evangelización con la simplicidad de
aquel signo. Su enseñanza ha penetrado en los corazones de los cristianos y
permanece hasta nuestros días como un modo genuino de representar con sencillez
la belleza de nuestra fe. Por otro lado, el mismo lugar donde se realizó el
primer belén expresa y evoca estos sentimientos. Greccio se ha
convertido en un refugio para el alma que se esconde en la roca para dejarse
envolver en el silencio.
¿Por
qué el belén suscita tanto asombro y nos conmueve? En primer lugar, porque manifiesta la
ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se abaja a
nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos
cautiva aún más viendo que Aquel que nació de María es la fuente y protección
de cada vida. En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a buscarnos
cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo; un amigo fiel que siempre
está cerca de nosotros; nos ha dado a su Hijo que nos perdona y nos levanta del
pecado.
La
preparación del pesebre en nuestras casas nos ayuda a revivir la historia
que ocurrió en Belén. Naturalmente, los evangelios son siempre
la fuente que permite conocer y meditar aquel acontecimiento; sin embargo, su
representación en el belén nos ayuda a imaginar las escenas, estimula los
afectos, invita a sentirnos implicados en la historia de la salvación,
contemporáneos del acontecimiento que se hace vivo y actual en los más diversos
contextos históricos y culturales.
De
modo particular, el pesebre es desde su origen franciscano una
invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí
mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a
seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la
gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo
con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados (cf. Mt 25,31-46).
4.
Me gustaría ahora repasar los diversos signos del belén para comprender el
significado que llevan consigo. En primer lugar, representamos el contexto del
cielo estrellado en la oscuridad y el silencio de la noche. Lo hacemos así, no
sólo por fidelidad a los relatos evangélicos, sino también por el significado
que tiene. Pensemos en cuántas veces la noche envuelve nuestras vidas. Pues
bien, incluso en esos instantes, Dios no nos deja solos, sino que se hace
presente para responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra
existencia: ¿Quién
soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué
sufro? ¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios
se hizo hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos
atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79).
Merecen
también alguna mención los paisajes que forman parte del belén y que a menudo
representan las ruinas de casas y palacios antiguos, que en algunos casos
sustituyen a la gruta de Belén y se convierten en la estancia de la Sagrada
Familia. Estas ruinas parecen estar inspiradas en la Leyenda
Áurea del dominico Jacopo da Varazze (siglo XIII), donde se narra una
creencia pagana según la cual el templo de la Paz en Roma se derrumbaría cuando
una Virgen diera a luz. Esas ruinas son sobre todo el signo visible de la humanidad caída,
de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y deprimido.
Este escenario dice que Jesús es la novedad en medio de un mundo viejo, y que
ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al mundo su
esplendor original.
5.
¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras colocamos en el belén las
montañas, los riachuelos, las ovejas y los pastores! De esta manera recordamos,
como lo habían anunciado los profetas, que toda la creación participa en la
fiesta de la venida del Mesías. Los ángeles y la estrella son la señal de que también nosotros
estamos llamados a ponernos en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor.
«Vayamos,
pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15),
así dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una
enseñanza muy hermosa que se muestra en la sencillez de la descripción. A
diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se
convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación
que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger
el acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el
Niño Jesús, los
pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un encuentro de amor y
de agradable asombro. Este encuentro entre Dios y sus hijos,
gracias a Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y constituye
su singular belleza, y resplandece de una manera particular en el pesebre.
6.
Tenemos la costumbre de poner en nuestros belenes muchas figuras simbólicas,
sobre todo, las de mendigos y de gente que no conocen otra abundancia que la
del corazón. Ellos
también están cerca del Niño Jesús por derecho propio, sin que nadie pueda
echarlos o alejarlos de una cuna tan improvisada que los pobres a su alrededor
no desentonan en absoluto. De hecho, los pobres son los
privilegiados de este misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de
reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros.
Los
pobres y los sencillos en el Nacimiento recuerdan que Dios se hace hombre para
aquellos que más sienten la necesidad de su amor y piden su cercanía. Jesús,
«manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), nació pobre, llevó una
vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a vivir de ello. Desde
el belén emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por la
riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad. El palacio de
Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría. Al nacer en el
pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y
dignidad a los desheredados, a los marginados: la revolución del amor,
la revolución de la ternura. Desde el belén, Jesús proclama, con manso poder,
la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y
fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado.
Con
frecuencia a los niños —¡pero también a los adultos!— les encanta añadir otras
figuras al belén que parecen no tener relación alguna con los relatos
evangélicos. Y,
sin embargo, esta imaginación pretende expresar que en este nuevo mundo
inaugurado por Jesús hay espacio para todo lo que es humano y para toda
criatura. Del pastor al herrero, del panadero a los músicos, de
las mujeres que llevan jarras de agua a los niños que juegan…, todo esto
representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera extraordinaria
las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida divina.
7.
Poco a poco, el belén nos lleva a la gruta, donde encontramos las figuras de
María y de José. María es una madre que contempla a su hijo y lo muestra a
cuantos vienen a visitarlo. Su imagen hace pensar en el gran misterio que ha envuelto a esta
joven cuando Dios ha llamado a la puerta de su corazón inmaculado.
Ante el anuncio del ángel, que le pedía que fuera la madre de Dios, María
respondió con obediencia plena y total. Sus palabras: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), son para todos
nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de Dios. Con aquel
“sí”, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin perder su virginidad,
antes bien consagrándola gracias a Él. Vemos en ella a la Madre de Dios que no
tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a todos que obedezcan a su
palabra y la pongan en práctica (cf. Jn 2,5).
Junto
a María, en una actitud de protección del Niño y de su madre, está san José.
Por lo general, se representa con el bastón en la mano y, a veces, también
sosteniendo una lámpara. San José juega un papel muy importante en la vida de Jesús y de
María. Él es el custodio que nunca se cansa de proteger a su familia.
Cuando Dios le advirtió de la amenaza de Herodes, no dudó en ponerse en camino
y emigrar a Egipto (cf. Mt 2,13-15). Y una vez pasado el
peligro, trajo a la familia de vuelta a Nazaret, donde fue el primer educador
de Jesús niño y adolescente. José llevaba en su corazón el gran misterio que
envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo confió siempre en la voluntad
de Dios y la puso en práctica.
8.
El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando, en Navidad, colocamos la
imagen del Niño Jesús. Dios se presenta así, en un niño, para ser recibido en
nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo
crea y transforma. Parece imposible, pero es así: en Jesús,
Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su
amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos.
El
nacimiento de un niño suscita alegría y asombro, porque nos pone ante el gran
misterio de la vida. Viendo brillar los ojos de los jóvenes esposos ante su hijo recién
nacido, entendemos los sentimientos de María y José que,
mirando al niño Jesús, percibían la presencia de Dios en sus vidas.
«La
Vida se hizo visible» (1Jn 1,2); así el apóstol Juan resume el
misterio de la encarnación. El belén nos hace ver, nos hace tocar este acontecimiento único y
extraordinario que ha cambiado el curso de la historia, y a
partir del cual también se ordena la numeración de los años, antes y después
del nacimiento de Cristo.
El
modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que Él renuncie a
su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume
nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y
juega como todos los niños. Como siempre, Dios desconcierta, es
impredecible, continuamente va más allá de nuestros esquemas.
Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido al
mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; nos invita
a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida.
9.
Cuando se acerca la fiesta de la Epifanía, se colocan en el Nacimiento las tres
figuras de los Reyes Magos. Observando la estrella, aquellos sabios y ricos
señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús
y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra. También estos regalos tienen un
significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús; el incienso su divinidad; la
mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y la sepultura.
Contemplando
esta escena en el belén, estamos llamados a reflexionar sobre la
responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. Cada uno de
nosotros se hace portador de la Buena Noticia con los que encuentra,
testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber
encontrado a Jesús y su amor.
Los
Magos enseñan que se puede comenzar desde muy lejos para llegar a Cristo. Son hombres
ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y
peligroso viaje que los lleva hasta Belén (cf. Mt 2,1-12).
Una gran alegría los invade ante el Niño Rey. No se dejan escandalizar por la
pobreza del ambiente; no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo. Ante Él
comprenden que Dios, igual que regula con soberana sabiduría el curso de las
estrellas, guía el curso de la historia, abajando a los poderosos y exaltando a
los humildes. Y ciertamente, llegados a su país, habrán contado este encuentro
sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del Evangelio entre las
gentes.
10.
Ante el belén, la mente va espontáneamente a cuando uno era niño y se esperaba
con impaciencia el tiempo para empezar a construirlo. Estos recuerdos nos
llevan a tomar nuevamente conciencia del gran don que se nos ha dado al
transmitirnos la fe; y al mismo tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría
de transmitir a los hijos y a los nietos la misma experiencia. No es
importante cómo se prepara el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse
cada año; lo que cuenta es que este hable a nuestra vida. En
cualquier lugar y de cualquier manera, el belén habla del amor de Dios, el Dios
que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano,
cualquiera que sea su condición.
Queridos
hermanos y hermanas: El belén forma parte del dulce y exigente proceso de
transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la
vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a
sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos
hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a
sentir que en esto está la felicidad. Que en la escuela de san Francisco abramos el corazón a esta
gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde:
nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no
dejarnos nunca solos.
Dado
en Greccio, en el Santuario del Pesebre, 1 de diciembre de 2019.
FRANCISCO
___________________
[1] Tomás
de Celano, Vida Primera, 84: Fuentes franciscanas (FF),
n. 468.
[2] Cf. ibíd.,
85: FF, n. 469.
[3] Ibíd.,
86: FF, n. 470.