que se humilló a sí mismo
por el bien de todos
Fr. Michael A. Perry, OFM
Queridos Hermanos y amigos
de la Orden
¡Qué El Señor les de su paz!
¡Hoy nos unimos con todo el
universo creado para cantar un himno de alabanza y acción de gracias por el gran
amor y la misericordia de Dios derramados en Cristo Jesús! Acogemos y hacemos nuestro
el mensaje del profeta Isaías que escuchamos en la liturgia matutina del día de
Navidad:
¡Escucha! Tus centinelas levantan la voz, gritan todos juntos de alegría, porque
ellos ven con sus propios ojos el regreso del Señor a Sión.
En este texto del Segundo
Isaías, se proclama que el regreso del pueblo de la alianza desde exilio de Babilonia
a Jerusalén, la Ciudad santa, es una realidad inminente, algo que sucederá. El pueblo
vive la espera con desesperación, exhausto por haber tenido que vivir fuera de sus
casas y de su tierra, sin un lugar propio. Incluso cuando se les permite finalmente
regresar a su patria, tal cual como lo testimonia el Tercer Isaías, se encuentran
de nuevo en dificultades y sufren de un profundo agotamiento existencial y espiritual.
Pronto se dieron cuenta de que no podían continuar en esta vida recordando la fe
de sus ancestros, una fe basada en la confianza absoluta al Dios que había llamado
a Abraham y a Sara, Moisés y Miriam, dejando atrás sus seguridades para abrazar
una nueva visión y una nueva tierra que se les había prometido. Ese mismo pueblo
se había desgastado progresivamente por los abusos de sus dirigentes al interno
de la comunidad, tanto religiosa como política, los cuales estaban más enfocados
a acumular poder y riqueza para ellos mismos, para sus familiares y amigos, que
a llevar una vida justa y espiritualmente sincera. Estaban agotados por las presiones
externas que les habían impuesto para adecuarse a las costumbres religiosas, culturales,
filosóficas y éticas de su tiempo. Estaban agotados de vivir con miedo: miedo
de perder su propia identidad religiosa y cultural; miedo de perder la esperanza
en el Dios que había sacado a sus padres de la esclavitud de Egipto, haciéndoles
entrar en la tierra prometida y que ahora les había ofrecido la oportunidad de volver
a su patria.
Partiendo desde este contexto
de distanciamiento y debilitamiento, entre los vínculos de fe y fraternidad, deben
entenderse las palabras del profeta Isaías. A pesar de todos sus fracasos, de alguna
manera prevaleció entre la gente un profundo anhelo por algo, o mejor aún por alguien
que les traería un mensaje de esperanza, el regreso del Señor en medio de ellos.
Porque sólo cuando el Señor regrese a Sión, cuando el Señor sea colocado en el centro
de todas las preocupaciones humanas y espirituales, entonces la gente encontrará
el camino de regreso a su verdadera identidad, a su verdadero hogar.
Aquello que era evidente para
el pueblo de Dios sigue siendo cierto para nosotros hoy en día: es Dios quien inicia
este proceso de restauración, una restauración que nos conduce por el camino de
la santidad, un vivir diariamente de nuestra fe y también a la práctica de la justicia
y de la paz de Dios. ¿Pero esta restauración acaso no está en el corazón mismo de
la Navidad? ¿No es el evento de la Encarnación de Jesús, su venida entre nosotros
como uno de nosotros, su compartir con nosotros una nueva visión del cómo podríamos
caminar una vez más en el amor, la misericordia, la justicia, la verdad, y la paz
de Dios, en el centro mismo de nuestra identidad de discípulos de Cristo y de hermanos
menores? Queridos hermanos, la respuesta a estas dos preguntas sólo se puede descubrir
cuando vivimos fielmente la vocación a la que hemos sido llamados y para la cual
hemos sido elegidos y enviados.
Regresando al segundo Isaías,
este texto nos ilumina brevemente: desde el campo de batalla será enviado un mensajero
para proclamar la victoria Dios y que el sufrimiento del pueblo ha terminado. Ahora
pueden prepararse espiritual, moral y psicológicamente para volver a casa. Sin embargo,
algo cambia en esta historia. El mensajero no es otro, es Dios mismo que viene triunfante.
¡El Señor vuelve! Y el campo de batalla es una confrontación entre Dios y toda la
historia de la humanidad. Dios no viene sólo a rescatar y redimir a Jerusalén. Dios
viene a liberar y redimir a todas las naciones y a toda la historia: el pasado,
el presente y el futuro. El mensaje del Profeta abre la oferta de salvación de
Dios a todos los pueblos en el mundo entero, hoy a cada uno de nosotros que hemos
sido sellado por la sangre del Cordero. Ya no se limita únicamente a los que se
consideran beneficiarios de la Alianza. Esta es una declaración indignante, herética,
ya que admite que Dios podría estar trabajando incluso fuera de los perímetros doctrinalmente
aceptados y ritualmente purificados del pueblo elegido. Por lo tanto, Dios puede
actuar en culturas que aún no se han purificado, que todavía están «en el camino
hacia la santidad»; que lentamente pasan por un camino de inculturación y purificación.
Dios puede incluso actuar con personas que tienen experiencias de Dios, que conciben
y realizan actos de adoración poco comprendidas por quienes viven fuera de sus culturas
y tradiciones, pero que son verdaderos actos de culto, acciones que conducen a adorar
al único Dios, Creador del universo. Por lo tanto, la victoria declarada en el campo
de batalla de la historia no es una victoria para uno u otro rey, uno u otro país,
una u otra ideología religiosa o política, una u otra cultura, raza, pueblo o nación.
La victoria que Isaías anuncia pertenece sólo a Dios. El atrae a todos los pueblos
hacia Sí mismo, a través de una gran variedad de formas, dado que ninguna expresión
singular es capaz de contener todo lo que Dios es y todo lo que Dios desea para
el mundo.
¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia,
del que proclama la paz, del que anuncia la felicidad, del que proclama la salvación,
y dice a Sión: «¡Tu Dios reina!».
Queridos hermanos y amigos,
esto nos lleva al corazón mismo de la historia de Navidad que celebramos hoy. El
evento extraordinario de la Encarnación, Dios hecho carne, se despoja de Sí mismo
para entrar en nuestra condición humana, es un testimonio del amor y de la gracia
redentora de Dios, del compromiso de Dios que viene a redimir toda vida sin excepción,
sin exclusión. La paz, la buena nueva y la salvación de las que habla el profeta
Isaías son una declaración de que Dios reina sobre todo aquello que busca dividirnos
y destruirnos a nosotros mismos y a nuestro medio ambiente. Esta victoria no se
basa en una ideología de poder y fuerza, como actualmente la propone el mundo. Más
bien, es una victoria fundada en el amor incondicional y la misericordia de Dios,
que no tiene paralelo en la historia humana ni en el Orden natural. Este amor y
misericordia incondicional no se expresa a través de la fuerza y el derecho, sino
a través de lo que el Papa Francisco llama la humildad de Dios llevada al extremo
(homilía de Navidad 2014). El Papa Francisco continúa:
…es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos,
nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos
esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura
de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria,
Dios enamorado de nuestra pequeñez.
La Encarnación es, fundamentalmente,
un acontecimiento relacional. Dios elige entrar en una comunión más profunda con
nosotros, para que nosotros, al igual que Israel en los tiempos del profeta Isaías,
podamos reconocer la gracia salvífica y la grandeza con la que hemos sido creados
y a la que estamos llamados como hijos amados del Dios trino y uno. Reconociendo
la verdad que Dios quiere compartir con toda la humanidad y la creación, nos convertimos
a su vez en humildes siervos del Dios que se humilló a Sí mismo por todo creado.
Pero ¿No estaba esto también en el centro del mensaje del Consejo Plenario de la
Orden de 2018? ¿No es ésta también la trayectoria de la Orden cuando comenzamos
a mirar hacia el Capítulo General de 2021?
Humildad; pequeñez; pobreza;
ternura; amor; aceptación. Estas palabras nos ayudan a comprender mejor la naturaleza
de esta celebración navideña y del cómo debemos vivir y testimoniar el increíble
acontecimiento de la Encarnación de Jesucristo hoy en nuestras vidas. Sólo tenemos
que recordar el significado de estas mismas palabras, o mejor aún, los atributos
del discipulado cristiano y la vida y misión franciscana manifestada en la vida
de San Francisco de Asís. El fue descubriendo progresivamente en su vida, en la
vida de sus hermanos, en la vida de los que eran materialmente pobres y socialmente
excluidos, en la vida del sultán al-Malik al-Kamil y otros que no profesaban la
fe cristiana, y en toda la creación, el poder transformador contenido no en la grandeza
de Dios, sino en la pequeñez de Dios. Francisco percibió en la pequeñez y la pobreza
del pesebre un amor tan fuerte y profundo la capacidad de derretir corazones endurecidos
y romper todas las barreras que separan a las personas unas de otras ya sean geográficas,
culturales, sociales, religiosas u otras. Por la gracia de la Encarnación se crean
y se mantienen nuevos caminos de encuentro, diálogo, descubrimiento, perdón y fraternidad
humana. Sólo aquellos que están inmersos en la lógica del amor del Dios encarnado
serán capaces de llegar a los que de una u otra manera son marginados por nuestra
sociedad: de los migrantes y refugiados; de los que profesan otras ideas y prácticas
religiosas; de aquellos a quienes se nos dice que son nuestros enemigos aun cuando,
en la lógica de la Encarnación de Dios, son nuestros hermanos y hermanas; de una
creación herida, exhausta y amenazada por una explotación desenfrenada e inmoral.
Mientras celebramos el amor
y la misericordia insondables de Dios que ha entrado en la historia humana de un
modo único y poderoso a través de la Encarnación de Jesús, acojamos la invitación
de Dios para que nos convirtamos en la presencia misma de la ofrenda del shalom
de Dios, paz, para todos los que nos rodean. Comprometámonos a vivir los pilares
sobre los que se construye esta paz: verdad, justicia, amor, libertad y perdón (cf.
Juan XXIII, Pacem in terris; Juan Pablo II). ¡Qué este mismo regalo de paz, plenamente
encarnado en el gran don que Dios dio al mundo, su amado Hijo Jesús, llene nuestros
corazones de alegría! Sirva de guía a nuestras fraternidades y que nos ayude a moldear
la sustancia misma y la forma de nuestra misión de co-discípulos con todos los cristianos,
caminando juntos con Jesús, con toda la humanidad y con el universo entero en el
camino hacia el reino de Dios.
¡Dios los bendiga con una
Navidad llena de paz para todos y cada uno de ustedes!
Roma, 12 de diciembre
del 2019
Fiesta de Nuestra
Señora de Guadalupe
Prot. 109455
Fr. Michael A. Perry, OFM