Parroquia de
San Pedro, Bangkok
22 de noviembre de 2019
Gracias a Mons. Joseph
(Pradhan Sridarunsil) por sus palabras de bienvenida en nombre de todos
ustedes. Estoy contento de poder verlos, de escucharlos, participar de su
alegría y palpar cómo el Espíritu realiza su obra en medio nuestro. Gracias a
todos ustedes catequistas, sacerdotes, consagrados y consagradas, seminaristas,
por este tiempo que me regalan.
Gracias también a
Benedetta, por compartirnos su vida y su testimonio. A medida que la escuchaba
me venía un sentimiento de acción de gracias por la vida de tantos misioneros y
misioneras que fueron marcando su vida y dejando su huella. Benedetta, nos
hablaste de las Hijas de la Caridad. Y quiero que mis primeras palabras con
ustedes sean una acción de gracias a todos estos consagrados que con el
silencioso martirio de la fidelidad y de la entrega cotidiana se volvieron
fecundos. No sé si llegaron a poder contemplar o saborear el fruto de la
entrega, pero sin duda fueron vidas capaces de engendrar. Fueron promesa de
esperanza. Por esto, al inicio de nuestro encuentro quiero invitarlos a tener
especialmente presente a todos los catequistas, consagrados, ancianos que nos
engendraron en el amor y la amistad con Jesucristo. Demos gracias por ellos y
por los ancianos de nuestras comunidades que hoy no pudieron estar acá. Díganles
a los ancianos que hoy no pudieron estar acá que el Papa les envía una
bendición agradecida, y también les pide su bendición.
Creo que la historia
vocacional de cada uno de nosotros está marcada por esas presencias que
ayudaron a descubrir y discernir el fuego del Espíritu. Es tan lindo e
importante saber agradecer. «El agradecimiento siempre es un “arma poderosa”.
Sólo si somos capaces de contemplar y agradecer concretamente todos los gestos
de amor, generosidad, solidaridad y confianza, así como los gestos de perdón,
paciencia, aguante y compasión con los que fuimos tratados, sólo así dejaremos
al Espíritu regalarnos ese aire fresco capaz de renovar (y no emparchar)
nuestra vida y misión» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019). Pensemos en
ellos, demos gracias y sobre sus hombros sintámonos también nosotros llamados a
ser hombres y mujeres que ayudan a engendrar la vida nueva que el Señor nos
regala. Llamados a la fecundidad apostólica, llamados a ser aguerridos
luchadores de las cosas que el Señor ama y por las que dio su vida; pidamos la
gracia de que nuestros sentimientos y nuestras miradas puedan palpitar al ritmo
de su corazón y, me animaría a decirles, hasta llagarse por el mismo amor;
tener esa pasión por Jesús y pasión por su Reino.
En este sentido, podemos
preguntarnos todos: ¿Cómo cultivar la fecundidad apostólica? Es una linda
pregunta, que nos podemos hacer todos y cada uno responderla desde su corazón.
A ver si la hermana traduce lo que no está en el texto. Porque para mí no es
fácil comunicarme con ustedes, a través de un aparato. No es fácil. Pero
ustedes tienen buena voluntad. Gracias.
Benedetta, tú nos
hablaste de cómo el Señor te atrajo por medio de la belleza. Fue la belleza de
una imagen de la Virgen que con su mirada particular entró en tu corazón y
suscitó el deseo de conocerla más: ¿Quién es esta mujer? No fueron las
palabras, o las ideas abstractas o los fríos silogismos. Todo comenzó por una
mirada, una mirada bella que te cautivó. Cuánta sabiduría esconden tus
palabras. Despertar a la belleza, despertar al asombro, al estupor, capaz de
abrir nuevos horizontes y sembrar cuestionamientos. Una vida consagrada que no
sea capaz de estar abierta a la sorpresa es una vida que se quedó a mitad de
camino. Esto lo quiero repetir. Una vida consagrada que no sea capaz de
sorprenderse todos los días, de alegrarse o de llorar, pero sorprenderse, es
una vida consagrada a mitad de camino. El Señor no nos llamó para enviarnos al
mundo a imponer obligaciones a las personas, o poner cargas más pesadas que las
que ya tienen, y son muchas, sino a compartir una alegría, un horizonte bello,
nuevo, sorprendente. Me gusta mucho esa expresión de Benedicto XVI, que
considero paradigmática y hasta profética en estos tiempos: la Iglesia no crece
por proselitismo sino por atracción (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 14).
«Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo
verdadero y justo, sino también es algo bello, hermoso, capaz de colmar la vida
de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas»
(ibíd., 167).
Y esto nos impulsa a no
tener miedo de buscar esos nuevos símbolos e imágenes, esa música particular
que ayude a los tailandeses a despertar al asombro que el Señor nos quiere
regalar. No tengamos miedo de querer inculturar el Evangelio cada vez más. Es
necesario buscar esas nuevas formas para transmitir la Palabra, capaz de
movilizar y despertar el deseo de conocer al Señor: ¿Quién es este hombre?
¿Quiénes son estas personas que siguen a un crucificado?
Preparando este
encuentro pude leer, con cierto dolor, que para muchos la fe cristiana es una
fe extranjera, es la religión de los extranjeros. Esta realidad nos impulsa a
buscar la manera de animarnos a confesar la fe “en dialecto”, a la manera que
una madre le canta canciones de cuna a su niño. Con esa confianza darle rostro
y “carne” tailandesa, que es mucho más que realizar traducciones. Es dejar que
el Evangelio se desvista de ropajes buenos pero extranjeros, para sonar con la
música que a ustedes les es propia en esta tierra y hacer vibrar el alma de
nuestros hermanos con la misma belleza que encendió nuestro corazón. Los invito
a que le recemos a la Virgen, la primera que cautivó con la belleza de su
mirada a Benedetta, y le digamos con confianza de hijos: «Consíguenos ahora un
nuevo ardor de resucitados para llevar a todos el Evangelio de la vida que
vence a la muerte. Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que
llegue a todos el don de la belleza que no se apaga» (ibíd., 288).
La mirada de María nos
impulsa a mirar en su misma dirección, hacia esa otra mirada, para hacer todo
lo que Él nos diga (cf. Jn 2,1-12). Ojos que cautivan porque son capaces de ir
más allá de las apariencias, de alcanzar y celebrar la belleza más auténtica
que vive en cada persona. Una mirada que, como nos enseña el Evangelio, rompe
todos los determinismos, los fatalismos, los estándares. Donde muchos veían
solamente un pecador, un blasfemo, un recaudador de impuestos, una persona de
mala vida, hasta un traicionero, Jesús fue capaz de ver apóstoles. Y esta es la
belleza que su mirada nos invita a anunciar, una mirada que se mete adentro,
transforma y permite acontecer lo mejor de los demás.
Pensando en el comienzo
de la vocación de tantos de ustedes, cuántos en su juventud participaron en las
actividades de jóvenes que querían vivir el Evangelio y salían a visitar a los
más necesitados, a los ignorados y hasta despreciados de la ciudad, huérfanos,
ancianos. Seguro que muchos fueron ahí visitados por el Señor, haciéndoles
descubrir el llamado a donarlo todo. Se trata de salir de sí mismo y, en ese
mismo movimiento de salida, fuimos encontrados. En el rostro de las personas
que encontramos por la calle podemos descubrir la belleza de tratar al otro
como a un hermano. Ya no es huérfano, el abandonado, el marginado o el
despreciado. Ahora tiene rostro de hermano, de «hermano redimido por
Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al
margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?» (Exhort.
ap. Gaudete et exultate, 98). Quiero impulsar y darles coraje a tantos de
ustedes que, a diario, gastan su vida sirviendo a Jesús en sus hermanos, como
bien señalaba el Obispo al presentarlos —se lo veía orgulloso—; a tantos de
ustedes que logran ver la belleza donde otros tan sólo ven desprecio, o
abandono o un objeto sexual a ser utilizado. Así, ustedes son signo concreto de
la misericordia viva y operante del Señor. Signo de la unción del Santo en
estas tierras.
Tal unción requiere de
la oración. La fecundidad apostólica requiere y se sostiene gracias a cultivar
la intimidad de la oración. Una intimidad como la de esos abuelos, que rezan
continuamente el rosario. Cuántos de nosotros hemos recibido la fe de nuestros
abuelos, y los hemos visto así, entre las tareas del hogar, con el rosario en
la mano, consagrando toda su jornada. La contemplación en la acción, dejando
que Dios sea parte de todas las pequeñas cosas del día. Y es vital que hoy la Iglesia anuncie el
Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras y
sin miedo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23), como personas que cada
mañana, en ese cara a cara con el Señor, vuelven a ser enviadas. Sin la
oración, toda nuestra vida y misión pierde sentido, pierde fuerza y fervor. Si
a ustedes les falta la oración, cualquier trabajo que hacen no tiene sentido,
no tiene fuerza, no tiene valor. La oración es el centro de todo.
Decía san Pablo VI que
uno de los peores enemigos de la evangelización era la falta de fervor (cf.
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Lean ese número 80 de la Evangelii
nuntiandi. Y el fervor para el religioso, para la religiosa, para el sacerdote,
para el catequista, se alimenta en ese doble encuentro: en el rostro del Señor
y en el de sus hermanos. También nosotros tenemos necesidad de ese espacio
donde volver a la fuente para beber del agua que da vida. Inmersos en miles de
ocupaciones, busquemos siempre el espacio para recordar, en la oración, que el
Señor ya ha salvado al mundo y que estamos invitados con él a hacer tangible
esta salvación.
Nuevamente, gracias por
vuestra vida, gracias por vuestro testimonio y entrega generosa. Les pido, por
favor, que no cedan a la tentación de
pensar que son pocos, más bien piensen que son pequeños, pequeños instrumentos
en las manos creadoras del Señor. Y Él irá escribiendo con sus vidas las
mejores páginas de la historia de salvación en estas tierras.
Y no se olviden, por
favor, de rezar y hacer rezar por mí.
Gracias.