Fray
Juan Carlos Moya Ovejero, ofm
A las hermanas contemplativas OSC, OIC y TOR,
A los hermanos y hermanas de la OFS
Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.
En vísperas de la celebración
de “la fiesta de las fiestas” (2C 199) me quiero unir a todos vosotros para dar gracias a Dios por el don inefable
de su Hijo Jesucristo. La Vida se hizo visible (cf. 1Jn 1,2) y nosotros somos testigos
privilegiados de este acontecimiento. Jesús nos muestra con su encarnación el rostro
de Dios, un rostro de niño en el que se concentran todas las esperanzas del universo.
Toda nuestra persona se orienta en estos días a la acogida sencilla, silenciosa,
emocionada, cálida, de este niño.
Durante el tiempo de Adviento hemos cantado: «Cielos,
lloved vuestra justicia; ábrete, tierra, haz germinar al Salvador». Pues bien, el
fruto de esta comunión entre cielo, lluvia, semilla y tierra, da como resultado
el Salvador. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo precioso en el que
dirigimos nuestra mirada al pesebre de Belén, con el fin de poder resituar desde
Jesucristo todo aquello que nos ocupa y no pocas veces nos preocupa.
El esperado de todos los tiempos, lo contemplamos
en un niño. En su reciente carta apostólica titulada Admirabile signum, el papa
Francisco afirma que «en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido
revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus
manos hacia todos» (núm. 8). Este es el estilo y la pedagogía de Dios, aquella que
hunde sus raíces en la humildad, la pobreza, la cercanía. Ya no estamos solos, Dios
nos acompaña para siempre y nos lo ha revelado en su Hijo. En un mundo como el nuestro
en el que nos encontramos con tantas personas que no saben qué hacer con su soledad,
el Hijo de Dios viene a revelarnos que el destino de la persona queda vinculado
a los demás en Dios. Él, como Padre, nos asegura el hogar que todos necesitamos
para desarrollarnos como personas.
Nosotros también podemos vivir amenazados de esta
soledad a pesar de nuestra opción de vida fraterna. La autonomía exacerbada, la
tendencia al rechazo del trabajo en equipo, la comodidad que nos procura refugiarnos
en nosotros mismos para evitar problemas con los demás, son algunas de sus manifestaciones.
Frente a esta tentación, el misterio de la Encarnación viene a infundir en nuestra
vida la presencia de un Dios que nos hermana a todos. Y viene a un hogar, creado
por María y José, y por sus familias de Nazaret. Jesús hará extensible este vínculo
familiar en su vida pública cuando congregue en torno a sí a la familia de los creyentes.
La fe es la gran aglutinadora de la amplia familia de los Hijos de Dios.
Por eso, el fruto indiscutible de esta Navidad
no puede ser otro sino el de vincularnos unos a otros por la fe en Jesús, nacido
en Belén. Y si la fe tiene como raíz antropológica la confianza en los otros, podemos
afirmar que somos afectados por el espíritu de la Navidad cuando verificamos que
a nuestro alrededor generamos relación con todos.
La Natividad del Señor actualiza y renueva las
relaciones. Da vida a la letra del artículo 40 de nuestras CC.GG, según la cual
«cada hermano es un don de Dios a la fraternidad; por lo tanto, acéptense los hermanos
unos a otros en su propia realidad, tal como son y en plan de igualdad, por encima
de la diversidad de caracteres, cultura, costumbres, talentos, facultades y cualidades,
de modo que toda la fraternidad resulte lugar privilegiado de encuentro con Dios».
Y lo que enunciamos de nosotros mismos, también
resulta válido para aplicarlo al ámbito de la misión, o sea, a nuestra vinculación
con el pueblo de Dios a quien servimos.
Jesús de Nazaret se hace carne para renovar nuestra
mente y corazón, para oxigenar nuestra vida, para darnos una mirada limpia hacia
los demás, para hacer de este mundo un verdadero hogar. Donde está Jesús hay confianza
entre los hermanos, el diálogo surge de forma espontánea, nuestra fe es compartida
con naturalidad, las relaciones son horizontales, la palabra de cualquier hermano
es tenida en cuenta, nuestros conventos son casas de acogida para quien llama a
nuestra puerta… Cuando Jesús queda eclipsado por cualquier circunstancia, el
recelo campa a sus anchas, la fe se vive en el ámbito de lo privado, las relaciones
son autoritarias, la palabra del otro resulta ambigua; nuestros conventos se blindan
ante cualquier desconocido, incluso ante nuestros propios familiares…
Por eso, tratemos de contemplar durante estos
días de Navidad lo que expresa el prefacio III de Navidad: «Al asumir tu Verbo nuestra
fragilidad, no solamente dignificó nuestra naturaleza para siempre, sino que, maravillosamente,
nos hizo partícipes de su eternidad». También os pido que oremos por el feliz desarrollo
de la Asamblea provincial. Y, unidos al papa Francisco, supliquemos para «que, en
la escuela de san Francisco, abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos
que del asombro nazca una oración humilde: nuestro gracias a Dios, que ha querido
compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos» (Admirabile signum, núm.
10).
Feliz navidad y provechoso año 2020. Dios nos colme de felicidad con la bendición de Su Hijo.
Madrid, a 19 de diciembre de 2019
Fdo.: Fray Juan Carlos Moya Ovejero, ofm
Ministro provincial