XXXV Jornada
Mundial de la Juventud
Basílica de San
Pedro
Domingo, 5 de abril
de 2020
Jesús «se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp
2,7). Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos introducir en los días
santos, donde la Palabra de Dios, como un estribillo, nos muestra a Jesús como
siervo: el siervo que lava los pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo
que sufre y que triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana, Isaías
profetiza sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1). Dios nos
salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros los que servimos a
Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente, porque nos amó primero. Es
difícil amar sin ser amados, y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios
nos sirva.
Pero, una pregunta: ¿Cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros.
Él nos ama, puesto que pagó por nosotros un gran precio. Santa Ángela de
Foligno aseguró haber escuchado de Jesús estas palabras: «No te he amado en
broma». Su amor lo llevó a sacrificarse por nosotros, a cargar sobre sí todo
nuestro mal. Esto nos deja con la boca abierta: Dios nos salvó dejando que
nuestro mal se ensañase con Él. Sin defenderse, sólo con la humildad, la
paciencia y la obediencia del siervo, simplemente con la fuerza del amor. Y el
Padre sostuvo el servicio de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él,
sino que lo sostuvo en su sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro
mal, para que fuese superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones más
dolorosas de quien ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús sufrió la traición del discípulo que lo vendió y
del discípulo que lo negó. Fue traicionado por la gente que lo aclamaba y que
después gritó: «Sea crucificado» (Mt 27,22). Fue traicionado por la institución
religiosa que lo condenó injustamente y por la institución política que se lavó
las manos. Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en
la vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada ha sido defraudada.
Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que parece que la vida ya no
tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser amados, y lo más
doloroso es la traición de quién nos prometió ser fiel y estar a nuestro lado.
No podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido para Dios, que es amor.
Examinémonos interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos
daremos cuenta de nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y doblez.
Cuántas buenas intenciones traicionadas. Cuántas promesas no mantenidas.
Cuántos propósitos desvanecidos. El Señor conoce nuestro corazón mejor que
nosotros mismos, sabe que somos muy débiles e inconstantes, que caemos muchas
veces, que nos cuesta levantarnos de nuevo y que nos resulta muy difícil curar
ciertas heridas. ¿Y qué hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos? Lo
que había dicho por medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré
generosamente» (Os 14,5). Nos curó cargando sobre sí nuestra infidelidad,
borrando nuestra traición. Para que nosotros, en vez de desanimarnos por el
miedo al fracaso, seamos capaces de levantar la mirada hacia el Crucificado,
recibir su abrazo y decir: “Mira, mi infidelidad está ahí, Tú la cargaste,
Jesús. Me abres tus brazos, me sirves con tu amor, continúas sosteniéndome...
Por eso, ¡sigo adelante!”.
El abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús en la cruz dice una frase,
sólo una: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es una
frase dura. Jesús sufrió el abandono de los suyos, que habían huido. Pero le
quedaba el Padre. Ahora, en el abismo de la soledad, por primera vez lo llama
con el nombre genérico de “Dios”. Y le grita «con voz potente» el “¿por qué?”,
el porqué más lacerante: “¿Por qué, también Tú, me has abandonado?”. En realidad,
son las palabras de un salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la
oración incluso la desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la
experimentó. Comprobó el abandono más grande, que los Evangelios testimonian
recogiendo sus palabras originales.
¿Y todo esto para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos. Para
que cuando nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos encontremos en
un callejón sin salida, sin luz y sin escapatoria, cuando parezca que ni
siquiera Dios responde, recordemos que no estamos solos. Jesús experimentó el
abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros en
todo. Lo hizo por mí, por ti, por todos nosotros, lo ha hecho para decirnos:
“No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a
tu lado”. He aquí hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta
el abismo de nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y el
abandono. Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan,
frente a tantas expectativas traicionadas, con el sentimiento de abandono que
nos oprime el corazón, Jesús nos dice a cada uno: “Ánimo, abre el corazón a mi
amor. Sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene”.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos
sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar
aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa.
Estamos en el mundo para amarlo a Él y a los demás. El resto pasa, el amor
permanece. El drama que estamos atravesando en este tiempo nos obliga a tomar
en serio lo que cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir
que la vida no sirve, si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De
este modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el Crucificado —mirad,
mirad al Crucificado—, que es la medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante
Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos, mirando al Crucificado, la
gracia de vivir para servir. Procuremos contactar al que sufre, al que está
solo y necesitado. No pensemos tanto en lo que nos falta, sino en el bien que
podemos hacer.
Mirad a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en
la Pasión, también a nosotros nos anima en el servicio. Es cierto que puede
costarnos amar, rezar, perdonar, cuidar a los demás, tanto en la familia como
en la sociedad; puede parecer un vía crucis. Pero el camino del servicio es el
que triunfa, el que nos salvó y nos salva, nos salva la vida. Quisiera decirlo
de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que desde hace 35 años está
dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a los verdaderos héroes que salen a la
luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que
se dan a sí mismos para servir a los demás. Sentíos llamados a jugaros la vida.
No tengáis miedo de gastarla por Dios y por los demás: ¡La ganaréis! Porque la
vida es un don que se recibe entregándose. Y porque la alegría más grande es
decir, sin condiciones, sí al amor. Es decir, sin condiciones, sí al amor, como
hizo Jesús por nosotros.