Basílica de San Pedro
Sábado Santo, 11 de abril de 2020
«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así
comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del
Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes
al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca
el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los
sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los
ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima
demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor
se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y
después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria
herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más
oscura.
Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron
a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron
en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y
extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús.
No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La
Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el
desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban
en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día
que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer
germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor,
ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes
que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de
esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.
Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo:
«Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante
una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor
de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No
temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza.
Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en
la noche que estamos atravesando.
En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será
arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que
viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o
unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un
don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien,
decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra
humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de
los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede
evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza
de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba
la vida.
El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por
nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para
comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una
piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las
piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no
depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque
Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación:
en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del
sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana,
hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios
es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con
Dios nada está perdido.
Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre
en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un
necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él,
el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el
camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te
dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo
puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi),
XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón
en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu
corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en
medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos
probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar,
sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección,
porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza
en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca
robarnos el amor que nos tienes.
Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda
parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt
28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el
ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina
delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos
en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la
vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza
allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el
lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es
acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros
tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos
y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el
punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba.
Con la memoria de mi Galilea.
Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar
donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el
sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada
por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los
gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de
nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se
tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a
todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros,
que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1),
¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las
cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de
muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa
humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos
y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se
acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no
fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el
corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo
necesario.
Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9),
aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro,
incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la
muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de
esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la
muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.