Fray Juan Carlos Moya Ovejero, OFM
CARTA A:
A los hermanos de la Provincia
A las hermanas contemplativas
Queridos hermanos y hermanas, el Señor os dé la paz.
Jesucristo viene a nuestro encuentro en esta semana santa y en esta Pascua.
Viene para infundir en nosotros, de manera gratuita, la vida que el Padre le ha
dado, como signo de su misterio de amor infinito. El amor de Dios se desborda de
manera inconmensurable en el Hijo, y este redunda en beneficio de todos nosotros.
Por eso, muchas felicidades para todos, no porque nosotros seamos dignos de tal
regalo, sino porque Dios nos ha hecho dignos del mismo. Así lo escribió en su día
el profesor Joseph Ratzinger en su Introducción al cristianismo: «Los relatos de
la resurrección nos muestran que la fe no nació en el corazón de los discípulos,
sino que les vino de fuera y los fortaleció frente a sus dudas y los convenció de
que Jesús había resucitado realmente» (p. 257). Jesús fue resucitado por el Padre
porque en él el poder del amor ha sido más fuerte que el poder de la muerte.
Este acontecimiento no sucedió en un contexto ideal. La situación fue dramática
para quienes el Señor escogió como sus seguidores más cualificados, tal como nos
lo revelan los evangelios. A la muerte injusta del Señor y la situación política
marcada por la presencia del Imperio romano, hemos de añadir las negaciones de uno,
la traición de otro y la huida de la práctica totalidad de todos ellos. El testimonio
de los discípulos de Emaús puede resumir el sentir general reinante:
«Esperábamos que él fuera el libertador de Israel» (Lc 24, 21). El miedo a los
judíos era signo de un bloqueo mayor: su falta de fe. Será Jesús, con sus apariciones,
quien infunda en ellos una fe tal que les lleva a descubrir la realidad del reino
de Dios, que ha llegado definitivamente.
Lo que sucedió históricamente hace más de dos mil años, sigue aconteciendo en
nuestros días.
Jesucristo es luz en medio de nuestras sombras. El cirio pascual rasga el espesor
de la tiniebla en la noche santa y nos indica que Jesús, el Cristo, ilumina con
su presencia nuestra vida tantas veces amenazada. Si bien, la amenaza que nos envuelve
en estos tiempos viene dada por el virus que todo parece condicionarlo, lo cierto
es que no podemos de dejar de mirar hacia adentro para encontrarnos con nuestra
verdad más auténtica, aquella que se nos revela por la presencia del Señor, muerto
y resucitado.
Y esta verdad nos dice, entre otras cosas, que somos frágiles, tal como lo reconocemos
a diario en la eucaristía. También nos revela que hemos entregado nuestra vida al
servicio del Reino como respuesta a la generosidad del amor recibido por Dios. El
don, por tanto, viene a habitar nuestra fragilidad, no para hacernos todopoderosos,
sino agradecidos. San Francisco resume sencilla y genialmente esta experiencia en
su testamento: «Como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los
leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con
ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió
en dulzura del alma y del cuerpo» (1-3).
Durante estos días de confinamiento no pocos se preguntan qué nos está diciendo
Dios con esta situación nunca antes experimentada. ¿Qué podemos decir? No grandes
novedades, sino algunas obviedades:
-
La primera es que participamos, como todo el mundo, de la enfermedad que provoca
el Covid-19. Nuestros hermanos ingresados en hospitales, más otros que han pasado
el virus en sus conventos nos hablan de que somos frágiles. Y no solo nosotros,
sino otra mucha gente que ha sufrido pérdidas de seres queridos en unas circunstancias
inimaginables hace poco más de un mes. Por eso, estos días, nuestra mirada se dirige
a quienes nos han dejado en este mundo, a quienes sufren en los hospitales y a quienes
los sirven con empeño.
-
Este virus nos ha recluido en los conventos. Muchos hemos sido frenados abruptamente
en nuestras actividades. Frente al lamento por aquello que podría ser y no será,
la experiencia del resucitado nos abre a otras oportunidades de vida que solo las
podemos saborear desde la fe. El despojo al que estamos siendo sometidos nos puede
ayudar a revisar nuestra vida, a impulsar las mediaciones que alimentan nuestro
seguimiento del Señor, a vivir con mayor libertad nuestra relación con los demás, a servir
con mayor creatividad al pueblo de Dios…
-
Y una tercera cosa: si todo tiempo es propicio para la esperanza, este lo es
con mayor motivo.
Los profetas del exilio nos enseñan a mantener viva la esperanza en tiempo de
dificultad (cf. Is 40ss; Jr 29ss). La premisa fundamental para que esto se dé es
buscar a Dios de todo corazón (cf. Jr 29, 13). Si bien no alcanzamos a saber las
consecuencias que traerá esta crisis, lo cierto es que exigirá dar lo mejor de cada
cual. No hemos de esperar a que pase el virus para ponernos manos a la obra, la
tarea ha comenzado ya. Nuestra actitud y nuestra palabra están denotando ya si somos
o no hermanos menores habitados por la esperanza, aquella que poseyó María y le
permitió permanecer firme junto al Hijo en el trance de la cruz.
Otro profeta del exilio, Daniel, reconoce que Israel ha sido privado de todo
lo que constituía su culto a Dios. Sin templo, sin ofrendas, sin incienso… el pueblo
se ve obligado a ofrecerse a sí mismo como la única ofrenda posible que agrada
a Dios (cf. Dn 3,38-39). Como Jesucristo lo hizo en la cruz, y como el pueblo de
Dios lo está haciendo en sus casas durante estas fechas. Por eso, los hermanos menores
de la Provincia de la Inmaculada queremos sentirnos unidos a toda la Iglesia para
que le resulte agradable a Dios la ofrenda de nuestras vidas en consonancia con
la liturgia peculiar de estos días.
A esta ofrenda unimos la de quienes nos han dejado a causa de la pandemia, y
nos sentimos particularmente cercanos a fray Isidro Moruno Blanco, a fray Vicente
Bazán Serrano, a fray Luis Pérez Simón, a fray Saturnino Vidal Abellán y a fray
Fernando Gil Martínez, ingresados en diversos hospitales a causa del coronavirus.
De los cinco hermanos, los dos primeros ya han sido dados de alta y el resto permanece
recibiendo la asistencia médica que precisan en estos momentos. Dios quiera que
se puedan restablecer pronto, junto a otros hermanos y hermanas de nuestra Familia
y a tantas otras personas aquejadas del mismo mal.
Sirvan las palabras del apóstol a los cristianos de Éfeso para concluir estas
letras pascuales: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria,
nos conceda un espíritu de sabiduría y una revelación que nos permita conocerlo
plenamente. Que ilumine los ojos de nuestro corazón, para que conozcamos cuál es
la esperanza a la que hemos sido llamados, cuál la inmensa gloria otorgada en herencia
a su pueblo, y cuál la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes
(cf.1,17-19).
Feliz pascua de resurrección.
Madrid, a 11 de abril de 2020
Fdo.: Fray Juan Carlos Moya Ovejero, OFM
Ministro provincial