Fr. Michael Anthony Perry, OFM
¡No temáis, las tinieblas no vencieron la luz!
[Cf. Mt 28,5; Jn 1,5]
Queridos
hermanos y hermanas, ¡que Cristo, el que Vive, os conceda su Paz!
La
celebración de la Pascua en este año tendrá como escenario un mundo
traumatizado por la difusión del nuevo Coronavirus. Cientos de miles de
personas están infectadas; decenas de miles han muerto; muchos más serán
víctimas antes que se pueda desarrollar una vacuna eficaz. No podemos ni
siquiera hablar del impacto de este virus en la vida económica local, regional
y global.
El desempleo está aumentando rápidamente, las familias están obligadas a decidir sobre los alimentos que pueden consumir y aquellos a los que hay que renunciar. Y, por si fuera poco, el virus se está extendiendo en países de África y Asia en donde la mayor parte de las estructuras sanitarias no están suficientemente equipadas para recibir aquellos que caigan gravemente enfermos.
El desempleo está aumentando rápidamente, las familias están obligadas a decidir sobre los alimentos que pueden consumir y aquellos a los que hay que renunciar. Y, por si fuera poco, el virus se está extendiendo en países de África y Asia en donde la mayor parte de las estructuras sanitarias no están suficientemente equipadas para recibir aquellos que caigan gravemente enfermos.
En este
camino, Cristo Resucitado se acerca a cada uno de nosotros, iluminándonos con
su Palabra y reavivando en nuestros corazones el fuego del primer amor: “¿No
ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?” (Lc 24,32). Este texto sobre la resurrección sirve como una
poderosa llamada al amor, a la misericordia y a la cercanía de nuestro Dios en
todos los momentos de la vida, sobre todo en los momentos en que la misma vida
humana está amenazada. Es ahí que el Señor Jesús hace por nosotros aquello que
hizo por sus dos discípulos que iban hacia Emaús con el corazón destrozado, la
mente confundida y sin esperanzas. Aquello que habían presenciado en Jerusalén
era demasiado apabullante para aceptarlo.
Sin ser
reconocido, Jesús se les acerca en su camino, preguntándoles sobre lo que les
preocupaba. “¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?” (Lc
24,17). Esta pregunta es más que una simple petición de información sobre la
actualidad. Jesús abre una vía de escucha, permitiendo así a los dos discípulos
de identificar aquello que les preocupaba verdaderamente: las tinieblas y la
desesperación que los horribles acontecimientos de la crucifixión habían traído
a su vida. “¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que
estos días han pasado en ella?” (v.18) Mas allá de lo que se puede decir desde
el punto de vista bíblico y exegético, la pregunta hecha por estos dos hombres
toca el sentido más profundo de la solidaridad humana. El no saber puede ser
interpretado, en algunas ocasiones, como un no querer saber. El Papa Francisco
lo llama cultura de la indiferencia. Cuando se conoce la verdad sobre algo, se
está obligado a actuar de una manera muy diferente, a comprometerse a hacer lo
que es necesario y justo para responder a las necesidades emergentes y llevar
una vida coherente. Está es la esencia de la conversión: nos llama a
despertarnos y a poner en orden nuestras vidas. Requiere que vinculemos nuestra
vida con la historia de Dios y una parte importante de esta historia es su
permanente iniciativa para atraernos hacia él, para salvarnos, para guiarnos
por el camino de la vida en abundancia.
Tal vez
animados por este particular compañero de viaje, aquellos dos hombres
continuaron a explicar todo lo que había sucedido en Jerusalén. Narraron de qué
manera Jesús de Nazaret los habría sacado de su mediocridad, de su falta de
claridad acerca de quién es Dios y lo qué pretende al decir para quienes lo
buscan con corazón abierto y humilde, fuera de la dependencia esclavista en la
cual vivían ocasionada por la ocupación romana (extranjera) y la colaboración
de aquellos que se preocupaban únicamente de sus propios intereses personales.
“Cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le
crucificaron” (Lc 24,20).
Aun en los
momentos más oscuros de la desesperación humana, cuando parecía que no había
más motivos de esperanza, los hombres que se dirigían hacia Emaús reconocieron
un rayo de luz, un motivo para no ceder, para no dejar que su desesperación los
consuma y destruya el sueño prometido por el “profeta poderoso en obras y
palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24,19). Sin embargo, los
hombres no se podían detenerse aquí. Deseaban trasmitir algo más a su
misterioso compañero de camino: “El caso es que algunas mujeres de las nuestras
nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su
cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que
decían que estaba vivo” (Lc 24,22-23). ¡Qué estaba vivo! Es difícil apagar la
esperanza y el amor humanos, incluso ante circunstancias abrumadoras. También
en la desesperación, los discípulos mantenían abierta la posibilidad de que
Dios pudiese crear algo nuevo, de que Dios no los hubiese abandonado.
En la
celebración de la Vigilia Pascual, hay otro texto estrechamente ligado a este
sentido de fidelidad y de esperanza, que Dios lleva a la humanidad en la
persona de su amado Hijo Jesús. El evangelio de Mateo incluye la figura de
María Magdalena y de otra mujer llamada María, las cuales van al sepulcro para
llorar la muerte de quien creían fuese el mesías prometido. La tierra tembló,
la piedra que cubría el ingreso de la tumba fue removida, aparece un ángel y
habló a las mujeres: “no temáis… no está aquí, ha resucitado, como lo había
dicho” (Cf. Mt 28,5-6). A partir del texto puede deducirse claramente que las
palabras del ángel causan en su corazón sentimientos de alegría y confusión.
Aun así, ellas partieron a “toda prisa”, corriendo hacia Jerusalén para
transmitir el mensaje que habían recibido a una comunidad oculta y temerosa.
Igualmente, como les sucedió a los discípulos de Emaús, Jesús mismo encuentra a
las mujeres, las saluda, les permite acercarse y besar sus pies. Jesús les
dice: “No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”
(28,10).
Son tantas
las situaciones que constantemente revelan nuestros temores, porque nos ponen
delante de circunstancias desconocidas e inciertas. Retomando el tema inicial,
la epidemia del coronavirus nos ha suscitado temor, angustia y un sentimiento
de absoluta impotencia. Las imágenes de enfermos que mueren solos, porque no
puede tener ningún contacto físico con sus familiares, nos han consternado. Los
textos bíblicos de la resurrección que estamos siguiendo en esta Pascua nos
invitan a enfrentarnos con la cruda realidad que amenaza la vida humana: la
vida de Jesús tomada en un acto vicioso de violencia; la vida de la humanidad
que ahora se encuentra frente a un virus capaz de matar y hacer daño a millones
de personas en este pequeño planeta. Sabemos que el virus no es la única amenaza
que la humanidad está enfrentando, por el momento es la más urgente. Razón por
la cual necesitamos escuchar de nuevo el mensaje del ángel y el de Jesús que
vienen a darnos consuelo en este momento tan difícil para la vida de toda la
comunidad humana.
¡No
temáis! Sí, en verdad Cristo “hace un mundo nuevo” (Ap 21,5) y por eso quiere
renovar nuestras vidas y la manera en que afrontamos cualquier tipo de amenaza.
El, según San Buenaventura, “después de derrotar al autor de la muerte, nos
enseña los caminos de la vida” (L’albero della vita 34) y nos motiva a salir
del sepulcro de nuestros temores, de nuestros prejuicios, de nuestra
mediocridad, de esas realidades que nos impiden vivir en plenitud nuestra
vocación, es decir, de resucitados, de hombres y mujeres nuevos. Me vienen a la
mente las palabras con las cuales el Papa Francisco nos exhortaba en el último
Capítulo General a “recuperar la confianza mutua para que el mundo vea y crea,
reconociendo que el amor de Cristo cura las heridas y nos reúne en un solo
cuerpo”. Una llamada a reforzar nuestra confianza en la fuerza que brota de la
Pascua.
El
encuentro con Cristo Resucitado nos libera de los temores que nos hacen
quedarnos inmóviles, nos mueve a salir de nosotros mismos, de nuestras
seguridades y comodidades, de la lógica del “siempre se ha hecho así”, para
retomar la vía del Evangelio, que siempre es nueva, porque tiene “Palabras de
vida eterna” (Jn 6,68). El encuentro con el Resucitado se convierte en misión y
anuncio que renueva la vida, porque “para quienes se han encontrado con Él,
viven en su amistad y se identifican con su mensaje, es inevitable hablar de Él
y acercar a los demás a su propuesta de vida nueva: «¡Ay de mí si no
evangelizo!»” (Querida Amazonia 62).
Entonces,
¿Qué es lo que deberíamos anunciar? No debemos cansarnos nunca de proclamar con
nuestra boca y testimoniar con nuestra vida que Jesucristo ¡Está vivo! y que
con su resurrección venció la muerte; debemos anunciar que la muerte, el odio y
el miedo no tienen la última palabra, es la vida del Resucitado la palabra
definitiva sobre la historia de la humanidad y sobre nuestra propia historia;
debemos gritar que “las tinieblas no vencieron la luz” (Cf Jn 1,5), esa luz de
Pascua que resplandece cada noche e irradia al inicio del día que no conoce
ocaso. ¡Dios nunca abandonará a aquellos que ha creado y destinado a la vida,
al amor y a la esperanza! El mundo, la Iglesia y nuestra fraternidad necesitan
escuchar este mensaje: nosotros somos portadores de esta buena nueva,
ofrezcamos a todos, con generosidad la buena noticia que brota de la Pascua.
¡Feliz y
santa Pascua a todos!
Roma,
5 de abril de 2020
Domingo
de Ramos
Fr.
Michael Anthony Perry, OFM
Ministro general y siervo