Pestaña

sábado, 1 de febrero de 2020

Jornada Mundial de la Vida Consagrada

La vida consagrada con María,
esperanza de un Mundo sufriente
Mensage de la Comisión Episcopal para la V. C.
  
Se cumplen 20 años del Gran Jubileo 2000, convocado por san Juan Pablo II con el objetivo de que la Iglesia se preparara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana, la cual comenzara 2000 años atrás, con el nacimiento de Cristo, punto culminante de la historia de la salvación.

Durante los tres años previos al Jubileo, la Iglesia puso sucesivamente su foco de atención en las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, respectivamente.

Para conmemorar dicha efeméride la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada ha dedicado también los tres últimos años a la Santísima Trinidad (2017 – Hijo; 2018 – Espíritu Santo; 2019 – Padre). De esta forma, el misterio trinitario ha guiado nuestra reflexión, los Cursos para consagradas, las Jornadas anuales (Jornada Mundial de la Vida Consagrada y Jornada Pro orantibus), etc. Hemos querido culminar este ciclo con un año centrado en la persona de la Virgen María, supremo modelo de vida consagrada. Y la Comisión de Obispos y Superiores Mayores (COBYSUMA) ha elegido como línea temática de la Jornada de la Vida Consagrada de este año 2020 una virtud teologal, la esperanza, de la que el mundo actual, en el que hay tanto sufrimiento, está profundamente necesitado. La persona de especial consagración, con su palabra, con su acción, pero sobre todo con su propia vida, es testigo y anuncio de esa esperanza. Y lo será en tanto en cuanto aprenda de María y con María, Madre de la Esperanza, a esperar solo en Dios.

Cuando rezamos la popular oración del Acordaos, le decimos a la Virgen que jamás se ha oído decir que fuese de Ella abandonado ninguno de cuantos han acudido a su amparo, reclamado su protección e implorado su auxilio. Y en la Salvenos dirigimos a Ella como “Esperanza nuestra”. María esperó siempre en Dios, y ahora Ella nos enseña a esperar. Las personas que viven una especial consagración a Dios están especialmente llamadas a ser, con María, maestras y testigos de la esperanza.

Pero, ¿qué es exactamente la esperanza? El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (n. 1817).

Y María, en efecto, confió en las promesas de Dios, con esperanza cierta de que se cumplirían: Dios redimiría a su Pueblo. Ella, que era virgen, sería Madre del Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo. Este Hijo, que en nada se diferenciaba de cualquier otro niño pobre, pequeño y desvalido, sería Luz de las naciones, Salvador del mundo. Cuando le vio maltratado y crucificado no perdió la esperanza en que resucitaría, venciendo a la muerte.

Cuando vio el desconsuelo y la desesperación de los discípulos tras el Viernes Santo, ahí estaba «Ella, madre de esperanza, en medio de esa comunidad de discípulos tan frágiles», tal y como subraya el papa Francisco (Audiencia general, 10.V.2017), y no dejó de confiar en que la Iglesia crecería y cumpliría su misión de llevar el Evangelio al mundo entero, y que el Reino de su Hijo no tendría fin. Después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, Ella sostuvo la espera del acontecimiento de Pentecostés.

Continúa explicando el Catecismo que «la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad» (n. 1818).

Así, también hoy nuestra Madre desde el Cielo continúa alentando nuestra esperanza; y los consagrados participan de esta misión de llevar esperanza a un mundo sufriente:

− María acudió rápidamente a ayudar a su anciana prima Isabel en los últimos meses de su embarazo. Con Ella, miles de personas consagradas en todo el mundo atienden a madres con dificultades, luchan por la vida del no nacido, cuidan a ancianos abandonados, a enfermos y a personas vulnerables.

− María cuidó y educó a Jesús. Con Ella, los consagrados se dedican con mucha frecuencia al servicio de la educación de niños y jóvenes.

− María estuvo al lado de su Hijo en su Pasión y muerte en la cruz. Con Ella, son muchos los consagrados que están cerca de los encarcelados, de los que sufren violencia, persecución o explotación.

− Tras la muerte de Jesús, María acompañó y consoló a los Apóstoles, alentando la esperanza en la Resurrección y en la venida del Espíritu Santo. Con Ella, las personas consagradas llevan aliento y consuelo a quienes sufren tristeza, incomprensión, rechazo, angustias, desesperación.

− Pero, sobre todo, María, y con Ella las personas consagradas, son fuente de esperanza en todas esas situaciones porque entregan al mundo a Jesucristo, es decir, a Aquel que vino a dar sentido al sufrimiento y a la muerte, porque es Aquel que venció el pecado, origen de todos los males que sufre la humanidad.

María y las almas consagradas anuncian que el mal no tiene la última palabra, porque el Bien –Dios– es más fuerte; que en el reino de los Cielos «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap21, 4), porque no habrá pecado; y que debemos anticipar ese Reino ya en este mundo, mediante nuestras obras buenas, y nuestra caridad, fe y esperanza. Solo así seremos para los demás «estrellas de esperanza», como nos enseñó Benedicto XVI:

«Con un himno del siglo VIII/IX, por tanto, de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, como “estrella del mar”: Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza; Ella, que con su “sí” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella, que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn1, 14)? (Spe Salvi, n. 49)

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