Mensage de la Comisión
Episcopal para la V. C.
Se cumplen 20
años del Gran Jubileo 2000, convocado por san Juan Pablo II con el objetivo de
que la Iglesia se preparara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era
cristiana, la cual comenzara 2000 años atrás, con el nacimiento de Cristo,
punto culminante de la historia de la salvación.
Durante los
tres años previos al Jubileo, la Iglesia puso sucesivamente su foco de atención
en las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, respectivamente.
Para conmemorar
dicha efeméride la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada ha dedicado
también los tres últimos años a la Santísima Trinidad (2017 – Hijo; 2018 –
Espíritu Santo; 2019 – Padre). De esta forma, el misterio trinitario ha guiado
nuestra reflexión, los Cursos para consagradas, las Jornadas anuales (Jornada
Mundial de la Vida Consagrada y Jornada Pro orantibus), etc. Hemos querido
culminar este ciclo con un año centrado en la persona de la Virgen María,
supremo modelo de vida consagrada. Y la Comisión de Obispos y Superiores
Mayores (COBYSUMA) ha elegido como línea temática de la Jornada de la Vida
Consagrada de este año 2020 una virtud teologal, la esperanza, de la que el
mundo actual, en el que hay tanto sufrimiento, está profundamente necesitado.
La persona de especial consagración, con su palabra, con su acción, pero sobre
todo con su propia vida, es testigo y anuncio de esa esperanza. Y lo será en
tanto en cuanto aprenda de María y con María, Madre de la Esperanza, a esperar
solo en Dios.
Cuando rezamos
la popular oración del Acordaos, le decimos a la Virgen que jamás se ha oído
decir que fuese de Ella abandonado ninguno de cuantos han acudido a su amparo,
reclamado su protección e implorado su auxilio. Y en la Salvenos dirigimos a
Ella como “Esperanza nuestra”. María esperó siempre en Dios, y ahora Ella nos
enseña a esperar. Las personas que viven una especial consagración a Dios están
especialmente llamadas a ser, con María, maestras y testigos de la esperanza.
Pero, ¿qué es
exactamente la esperanza? El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que
«es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida
eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de
Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia
del Espíritu Santo» (n. 1817).
Y María, en
efecto, confió en las promesas de Dios, con esperanza cierta de que se
cumplirían: Dios redimiría a su Pueblo. Ella, que era virgen, sería Madre del
Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo. Este Hijo, que en nada se
diferenciaba de cualquier otro niño pobre, pequeño y desvalido, sería Luz de
las naciones, Salvador del mundo. Cuando le vio maltratado y crucificado no
perdió la esperanza en que resucitaría, venciendo a la muerte.
Cuando vio el
desconsuelo y la desesperación de los discípulos tras el Viernes Santo, ahí
estaba «Ella, madre de esperanza, en medio de esa comunidad de discípulos tan
frágiles», tal y como subraya el papa Francisco (Audiencia general, 10.V.2017),
y no dejó de confiar en que la Iglesia crecería y cumpliría su misión de llevar
el Evangelio al mundo entero, y que el Reino de su Hijo no tendría fin. Después
de la Ascensión de Jesús a los Cielos, Ella sostuvo la espera del acontecimiento
de Pentecostés.
Continúa
explicando el Catecismo que «la esperanza corresponde al anhelo de felicidad
puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran
las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los
cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el
corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza
preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad» (n. 1818).
Así, también
hoy nuestra Madre desde el Cielo continúa alentando nuestra esperanza; y los
consagrados participan de esta misión de llevar esperanza a un mundo sufriente:
− María acudió
rápidamente a ayudar a su anciana prima Isabel en los últimos meses de su
embarazo. Con Ella, miles de personas consagradas en todo el mundo atienden a
madres con dificultades, luchan por la vida del no nacido, cuidan a ancianos
abandonados, a enfermos y a personas vulnerables.
− María cuidó y educó a Jesús. Con Ella, los consagrados se dedican
con mucha frecuencia al servicio de la educación de niños y jóvenes.
− María estuvo al lado de su Hijo en su Pasión y muerte en la cruz.
Con Ella, son muchos los consagrados que están cerca de los encarcelados, de
los que sufren violencia, persecución o explotación.
− Tras la muerte de Jesús, María acompañó y consoló a los Apóstoles,
alentando la esperanza en la Resurrección y en la venida del Espíritu Santo. Con
Ella, las personas consagradas llevan aliento y consuelo a quienes sufren
tristeza, incomprensión, rechazo, angustias, desesperación.
− Pero, sobre todo, María, y con Ella las personas consagradas, son fuente de esperanza en todas esas situaciones porque entregan al mundo a Jesucristo, es decir, a Aquel que vino a dar sentido al sufrimiento y a la muerte, porque es Aquel que venció el pecado, origen de todos los males que sufre la humanidad.
María y las
almas consagradas anuncian que el mal no tiene la última palabra, porque el
Bien –Dios– es más fuerte; que en el reino de los Cielos «ya no habrá muerte,
ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap21, 4), porque no habrá pecado; y que debemos
anticipar ese Reino ya en este mundo, mediante nuestras obras buenas, y nuestra
caridad, fe y esperanza. Solo así seremos para los demás «estrellas de
esperanza», como nos enseñó Benedicto XVI:
«Con un himno
del siglo VIII/IX, por tanto, de hace más de mil años, la Iglesia saluda a
María, la Madre de Dios, como “estrella del mar”: Ave maris stella. La vida humana
es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un
viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el
que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de
nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de
esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre
todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos
también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo,
ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María
podría ser para nosotros estrella de esperanza; Ella, que con su “sí” abrió la
puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella, que se convirtió en el Arca
viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros,
plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn1, 14)? (Spe Salvi, n. 49)
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