XXIV JORNADA
MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA
Santa Misa para Consagrados
«Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc
2,30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta como un hombre
sencillo: un «hombre justo y piadoso», dice el texto (v. 25). Pero entre todos
los hombres que aquel día estaban en el templo, sólo él vio en Jesús al
Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un niño, simplemente un niño pequeño y frágil.
Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel
tierno recién nacido «al Mesías del Señor» (v. 26). Tomándolo entre sus brazos
percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y
entonces, Simeón podía irse en paz: había visto la gracia que vale más que la
vida (cf. Sal 63,4), y no esperaba nada más.
También vosotros, queridos hermanos y
hermanas consagrados, sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el
tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas
preciosas, como los bienes, como formar una familia. ¿Por qué lo habéis hecho?
Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por
su mirada, habéis dejado lo demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo
que es importante en la vida. Es acoger el don del Señor con los brazos
abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados: la
gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día
se mira y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No
hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.
Mis ojos han visto a tu Salvador. Son
las palabras que repetimos cada noche en Completas. Con ellas concluimos la
jornada diciendo: “Señor, mi Salvador eres Tú, mis manos no están vacías, sino
llenas de tu gracia”. El punto de partida es saber ver la gracia. Mirar hacia
atrás, releer la propia historia y ver el don fiel de Dios: no sólo en los
grandes momentos de la vida, sino también en las fragilidades, en las
debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente en
nuestras miserias, en nuestras manos vacías: “En tantos años no mejoraste, no
hiciste lo que podías, no te dejaron hacer aquello para lo que valías, no
fuiste siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada uno de
nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso, en
parte, es verdad, y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos
desorientan. Y corremos el riesgo de perder la brújula, que es la gratuidad de
Dios. Porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso en nuestras miserias.
San Jerónimo daba tantas cosas al Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él le
ha dicho: “Pero, Señor, ya te he dado todo, todo, ¿qué me falta?” —“tus
pecados, tus miserias, dame tus miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él,
nos abrimos al perdón que nos renueva y somos confirmados por su fidelidad. Hoy
podemos preguntarnos: “Yo, ¿hacia quién oriento mi mirada: hacia el Señor o
hacia mí mismo?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios descubre el
antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.
Porque sobre la vida religiosa se
cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada que no ve más la
gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de cualquier
sucedáneo: un poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente lo que
quiero. Pero la vida consagrada, cuando no gira más en torno a la gracia de
Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se estanca. Y sabemos
qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos, uno se
deja arrastrar por habladurías y malicias, se irrita por cada pequeña cosa que
no funciona y se entonan las letanías del lamento —las quejas, “el padre
quejas”, “la hermana quejas”—: sobre los hermanos, las hermanas, la comunidad,
la Iglesia, la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa, sino sólo al mundo
con sus dinámicas, y el corazón se entumece. Así uno se vuelve rutinario y
pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza, que acaban
en resignación. Esto es a lo que lleva la mirada mundana. La gran Teresa decía
a sus monjas: “ay de la monja que repite ‘me han hecho una injusticia’, ay”.
Para tener la mirada justa sobre la
vida, pidamos saber ver la gracia que Dios nos da a nosotros, como Simeón. El
Evangelio repite tres veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo,
que estaba con él, lo inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad
con el Espíritu Santo, con el amor de Dios. La vida consagrada, si se conserva
en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la pobreza no es un esfuerzo
titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los demás como
las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino
el camino para amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la
victoria sobre nuestra anarquía, al estilo de Jesús. En una de las zonas que
sufrieron el terremoto en Italia —hablando de pobreza y de vida comunitaria— un
monasterio benedictino había quedado completamente destruido y otro monasterio
invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se quedaron poco tiempo allí:
no eran felices, pensaban en el lugar que habían dejado, en la gente de allí. Y
al final decidieron< volverse y hacer el monasterio en dos caravanas. En vez
de estar en un gran monasterio, cómodas, estaban como las pulgas, allí, todas
juntas, pero felices en la pobreza. Esto sucedió este último año. Una cosa
hermosa.
Mis ojos han visto a tu Salvador.
Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser
servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor,
puedes dejar a tu siervo irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús
aprende a vivir para servir. No espera que comiencen los demás, sino que sale a
buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida
consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? Esta es la pregunta: ¿Dónde se
encuentra el prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la
gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos
recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar
donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus propias pobrezas, como
Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven en los demás sólo
obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que
acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres
que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma
mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados;
que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de la compasión. Es
ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite frecuentemente: “se
compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de nosotros.
Mis ojos han visto a tu Salvador. Los
ojos de Simeón han visto la salvación porque la aguardaban (cf. v. 25). Eran
ojos que aguardaban, que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las
naciones (cf. v. 32). Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La
mirada de los consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber
esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no van,
la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada
mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y
Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza,
porque estaban en contacto con el Señor. Ana «no se apartaba del templo,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (v. 37). Este es el
secreto: no apartarse del Señor, fuente de la esperanza. Si no miramos cada día
al Señor, si no lo adoramos, nos volvemos ciegos. Adorar al Señor.
Queridos hermanos y hermanas: Demos
gracias a Dios por el don de la vida consagrada y pidamos una mirada nueva, que
sabe ver la gracia, que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces,
también nuestros ojos verán al Salvador.
Basílica Vaticana
Sábado, 1 de febrero de 2020