Fray Juan Carlos Moya Ovegero ofm
Ministro Provincial
Queridos
hermanos, paz y bien
Estamos iniciando un nuevo curso, acabamos de constituir las fraternidades, unos y
otros nos vamos situando ante la novedad que nos depara
esta nueva andadura
como
Provincia, las reuniones
se multiplican con el fin de poner
en
marcha nuestras
programaciones y, en medio de esta
vida, nos disponemos a celebrar
la solemnidad de nuestro hermano y padre San Francisco.
No es que tengamos que
volver a él nuestra mirada, pues nuestra vida
de fraternidad, de oración, de
trabajo... nos recuerda constantemente que somos herederos
del don que San Francisco
de Asís recibió por la gracia
del
Espíritu Santo. Su
tránsito al Altísimo, Omnipotente y buen Señor (Cánt 1), más bien nos impulsa a restituirle los
bienes que hemos recibido al
recibir esta vocación.
Entre estos bienes se encuentra el del espíritu de oración
y devoción. Dice Tomás de Celano que San Francisco era, no ya
solo
orante, sino oración (2C 95). Esta
consideración del biógrafo
no resulta exagerada cuando reparamos en los momentos
fundamentales de su vida y
nos damos cuenta de que en todos ellos la dimensión
teologal aparece como un elemento fundamental: el sueño de
Spoleto, la renuncia a los bienes familiares ante sus paisanos,
el descubrimiento de la voluntad de Dios a través de la lectura del evangelio de
la misión en la ermita de Santa María de
los Ángeles, su opción por la vida apostólica, la experiencia
de los estigmas; la manera como llevó su enfermedad, en medio
de la cual compuso el Cántico de las Criaturas, y tantos
otros momentos de su vida
en
los que Dios se puede
visualizar nítidamente
a través de sus gestos y palabras. Junto a toda esta riqueza biográfica, la experiencia de Dios que nos
dejó en sus escritos, de manera específica
en sus oraciones.
Su única recomendación a San Antonio (CtaA 2) y a todos los hermanos de la Orden (Rb 10,8-10) acerca de mantener vivo el espíritu de oración y devoción, es signo
más que suficiente para concluir que esta relación con Dios era la piedra angular sobre la que sostenía el
edificio de su vida.
En nuestros tiempos constatamos que la fe
está en clara retirada en numerosos
sectores sociales de
nuestro país. A decir de teólogos como José Antonio Pagola, el
problema serio que ha de
enfrentar
la iglesia española
en
este tiempo es el de la fe (cf. Vida Nueva nº 3071, 16). La Iglesia
universal no es ajena a esta problemática. De
hecho, en estos días arranca el Sínodo de obispos con el tema de los jóvenes. El título
del
documento pre-sinodal es elocuente por sí mismo: «Los jóvenes, la fe y
el discernimiento vocacional». En su número 7 afirma que «existe un fenómeno
en algunas áreas del mundo en las cuales un gran número de jóvenes está dejando
la Iglesia». Creo que no resulta demasiado complicado constatar esta realidad en nuestros
ambientes y actividades.
Lejos de apesadumbrarnos y replegarnos en nosotros mismos, esta situación nos ha de llevar a
profundizar
cada
vez
más en la verdad de nuestra relación con Dios, atendiendo a
la propia biografía
vocacional. No se trata
de ser
autorreferenciales, sino
más bien de valorar nuestro testimonio de vida evangélica como evidencia de lo que
vivimos de manera más íntima. Por eso, el fruto de una relación con Dios nos llevará a entregarnos sin límites a las personas que Dios pone en nuestro camino, nos abrirá a adelantarnos a los hermanos de fraternidad en el servicio, nos dispondrá
para ser
sensibles y comprometidos ante el dolor más próximo y más lejano, nos conducirá a despojarnos cada vez más de nosotros
mismos para ser enriquecidos por la presencia
del Espíritu Santo...
La experiencia de Dios en San Francisco va unida claramente a la minoridad y al sin propio: contempla a Jesucristo, pobre y desnudo en el pesebre y en la cruz. Ahí
descubre
la riqueza de un Dios que se manifiesta como misericordia infinita. Esta
experiencia, que estuvo a su alcance, también se nos ofrece a nosotros, tal como nos
dice el mismo Francisco: somos «esposos,
hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo, y
lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como
ejemplo» (2CtaF
50.52).
En la solemnidad de
San Francisco pedimos a Dios que ponga fuego en nuestro interior para que renovemos nuestra vida desde la fuerza de Su Espíritu y nos lleve donde nosotros no habíamos pensado, sino donde
Él quiere. Valga esta oración tomada de las Alabanzas que se han de
decir en todas las Horas para restituir
tantos bienes
como recibimos cotidianamente de Él: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo
Dios, todo bien, sumo bien, total
bien, que eres el solo bueno (cf.
Lc 18,19), a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y todos los bienes. Hágase.
Hágase. Amén» (AlHor
11).
Recibid un abrazo
fraterno.
Madrid, a 1 de octubre
de 2018
FRAY JUAN CARLOS MOYA OVEJERO, OFM