Queridas hermanas ¡el Señor os dé su paz!
Cuando pensaba en la circular de felicitación-exhortación para
el día de nuestra hermana y madre Santa Clara, evocaba dos palabras que en
estos últimos meses han resonado y resuenan con frecuencia entre nosotras: “Cor
Orans”, ¡Corazón orante!; sí, corazón
orante hecho realidad en Clara de Asís, mujer
nueva que supo vivir centrada y unificada en el Señor.
Junto a estas palabras, traía también a la
memoria su fidelidad y defensa del seguimiento indeclinable de Cristo en
altísima unidad y santísima pobreza[1], con la misión de ser
hermana de sus contemporáneos[2] y amiga de la soledad, el
silencio y la contemplación constante como modo específico de ser y estar en el
mundo[3]. Creo que todas sabemos o
por lo menos intuimos cómo y cuánto luchó Clara hasta el último instante de su
existencia terrena, para que sus opciones de vida fueran respetadas y
reconocidas por la jerarquía eclesiástica como modelo legítimo de vida
religiosa contemplativa femenina. Sin embargo, conjugar la intuición
carismática y a la vez, el estar “siempre sometidas y sujetas a los pies de la
misma santa Iglesia”[4] no fue una síntesis fácil
y tampoco una gracia barata, porque el seguimiento de Jesús en humildad y pobreza,
le supuso, por un lado, constancia en no rehusar indigencia alguna, ni pobreza,
ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo[5] y, por otro, la lucha, a veces férrea, por mantenerse fiel
–junto a las hermanas, al Hijo de Dios hecho Camino para nosotras[6]de un modo muy concreto. Es por esto, que quisiera recordar con vosotras, nuestro propósito y principio: el
seguimiento de las huellas de Jesucristo[7] Siervo, pobre, humilde,
fraterno y orante. Sin perder de vista aquello, no olvidemos nunca nuestro punto
de partida, razón de nuestro ser y existir en la Iglesia. ¡No leamos el todo
por la parte pues caeríamos en un reduccionismo letal!
Existe el riesgo de detenernos demasiado en la legislación de
la Instrucción “Cor Orans”, mirando en detalle cada una de las disposiciones y
quedarnos enganchadas por aquellos aspectos que
rechinan o hieren nuestra
sensibilidad, modo de comprender o intentar vivir esta Forma de Vida hoy, dejando
atrás, o por lo menos, un tanto olvidada, la Constitución Apostólica “Vultum Dei
Quaerere”. El
segundo documento no puede ensombrecer al primero, estas disposiciones no deben
hacernos olvidar la llamada principal de
ser faros que otean el horizonte en “busca del rostro del Señor”, siguiendo sus
huellas y pobreza; tampoco podemos convertirlo en “obstáculo en el camino para
no cumplir nuestros votos al Altísimo con aquella perfección a la que nos ha
llamado el Espíritu del Señor”[8]. Por el contrario, esta
Instrucción puede ser acogida como ocasión de
imitar a la hermana y madre Clara, como una oportunidad más para abrirnos a las
ofertas de crecimiento humano y creyente que la misma vida nos ofrece, para
que, “con la humildad, el vigor de la fe y los brazos de la pobreza, abracemos
el tesoro incomparable”[9] y corramos sin desfallecer
tras sus huellas, comulgando con sus intereses y secundando su querer, haciendo
lo que sabemos que agrada al Señor[10] y,
sobre todo, como la misma Clara subrayó a su amiga y discípula Inés, gozándonos
siempre en Él, sin permitir que nos envuelva amargura ni tiniebla alguna[11] sino dedicándonos a lo
que por encima de todo debemos anhelar poseer: el Espíritu del Señor y su santa
operación, porque “la letra mata pero el Espíritu da vida” (2Cor 3,6). A este
propósito, el papa Francisco en una de sus homilías, comentó que “la ley está al servicio del hombre que está al servicio de
Dios y que, por este motivo, el hombre debe tener el corazón siempre abierto.
El ‘siempre se ha hecho así’ es un corazón cerrado y Jesús nos ha dicho: ‘os enviaré el
Espíritu Santo y Él os conducirá a la verdad plena’. ¡Si tienes el corazón
cerrado a la novedad del Espíritu Santo, ‘nunca llegarás a la verdad plena! Y
tu vida será una vida mitad y mitad, una vida remendada, remendada de cosas
nuevas pero sobre una estructura que no está abierta a la voz del Señor. Un corazón
cerrado, porque no eres capaz de cambiar los odres… A las novedades del
Espíritu Santo, a las sorpresas de Dios también las costumbres deben renovarse.
El Papa terminaba pidiendo para todos, que el Señor nos diera la gracia de un corazón abierto, un corazón
abierto a la voz del Espíritu Santo, que sepa discernir lo que no debe cambiar porque
es un fundamento, de lo que sí lo debe hacer para poder recibir las novedades
del Espíritu Santo”[12].
Y es a esto a lo que impele Clara a
Inés, especialmente en momentos de dificultad: a abrirse al Espíritu en escucha
atenta, a poner la mente, el alma y el corazón en Él, para ser transformada en
su imagen por la contemplación. Quiere que, mirando fija y atentamente al Espejo, llegue a
ser, por sola su misericordia y gracia, reflejo de su ser y obrar, obediente al
Padre. A quien verdaderamente va tras el rostro del Señor, se le concederá un
corazón al estilo de Jesús, un corazón atento, silencioso, recogido, vuelto no
hacia el propio “ego” sino hacia la Fuente
de donde mana el auténtico rostro del Señor: las Escrituras y la contemplación
de sus palabras que son espíritu y vida: documento oficial de nuestro Señor
Jesucristo que contiene las verdaderas instrucciones aplicativas que deben
regir nuestro estar y ser mujeres consagradas en la vida contemplativa
franciscana.
Buscar el rostro del Señor en
espíritu y verdad, nos saca de nuestras superficialidades, de nuestras
ansiedades, de nuestras sensaciones de vacío existencial que nos zarandean y
nos conducen a la cultura del consumismo y del ruido. Cuando se busca el rostro del Señor el
corazón se hace más flexible, más moldeable, más humilde, más apasionado, más
humano, más hermanado y fraterno, más esperanzador, más vigilante, en
definitiva, se hace más orante, porque su deseo es estar con el Señor y hacer
de Él su delicia. El encuentro con Jesús permite vivir en
un estado de conversión continua y, por tanto de madurar en modo progresivo una
experiencia real de fe, asumiendo en la vida cotidiana el rostro de Cristo[13].
Tener un corazón orante supone todo
un proceso de silenciamiento externo e interno. Clara lo sabe muy bien y cuando
instruye a sus hermanas, lo primero que les enseña es a apartar del interior
del alma todo estrépito, a fin de que puedan permanecer fijas únicamente en la
intimidad de Dios. Enséñales después a no dejarse llevar del amor de los
parientes según la carne y a olvidar la casa paterna si quieren agradar a
Cristo. Las exhorta a no hacer caso de las exigencias de la fragilidad del
cuerpo y a frenar con el imperio de la razón, las veleidades de la naturaleza[14]. Estas palabras dichas
por esta mujer en el siglo XIII siguen siendo un camino válido hoy para hacer
del corazón, un corazón amante y dialogante con Dios y nuestros contemporáneos.
En nuestro siglo, el cardenal Robert
Sarah con otras expresiones, nos viene a decir lo mismo: “Hay que imponer
silencio al quehacer del pensamiento, calmar la agitación del corazón, el
tumulto de las preocupaciones, y eliminar toda distracción artificial”, porque
el silencio contemplativo -sigue diciendo el cardenal- es un silencio de adoración y de escucha del hombre
que se presenta ante Dios[15].
Una vez más nos encontramos con la
correlación entre el don y la tarea, vaciarse para ser llenadas. También a esta dimensión orante podemos aplicar lo que se afirma de la fraternidad.
La contemplación es un don ofrecido que exige al mismo tiempo una respuesta. El
tener un corazón contemplativo implica también
un entrenamiento y una lucha contra nuestras veleidades y dispersiones. Es muy
fácil dispersarse, entretenerse, pasar las horas sin ser consciente de la
presencia que nos habita. Podríamos decir que la oración sin mística no tiene
alma pero sin ascesis, no tiene cuerpo.
Se necesita «sinergía» entre el don de Dios y el compromiso personal para dar
carne y concreción a la gracia y al don de la contemplación[16].
Hermanas,
seamos coherentes y responsables con la misión eclesial que se nos ha
encomendado. La contemplativa femenina ha representado siempre en la Iglesia y
para la Iglesia el corazón orante, guardián de gratuidad y de rica fecundidad
apostólica y ha sido testimonio visible de una misteriosa y multiforme santidad.
Suspiremos por el Amado, avivemos la búsqueda de su rostro hasta comunicarnos
unas a otras y al mundo entero: “Hemos
encontrado al Señor”, “Hemos visto al
Señor”[17].
¡Mantengamos viva la profecía de nuestra existencia entregada, y como Clara de
Asís, vivamos el gozo de una vida esponsal y fraterna al estilo franciscano!
Clara tiene aún hoy mucho que
decirnos y transmitirnos respecto a nuestra Forma de Vida y vocación. Supliquemos
su intercesión y su tesón para comprender y vivir la vida evangélica en
seguimiento de las huellas y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, en fidelidad
a Dios y a los hombres y mujeres de hoy.
Seamos pues para ellos, faros que señalen la Luz y guíen a los navegantes
vacilantes, en su búsqueda mendicante de sentido y plenitud.
Fdo. María Teresa
Domínguez Blanco, OSC
[1]
LCl 14 y Bula de Canonización 13
[2]ProC IX, 2, además de todos
los casos que mencionan lo/as testigo/as en el Proceso y hacen referencia a la
intervención milagrosa de Clara hacia quienes se acercaban al monasterio en
busca de ayuda. Cf. Bula de canonización 14-18
[3]
Ibid, XIV, 2
[4]
RCl XII, 13
[5]
TestCl 27
[6]
TestCl 5
[7]
3 CtaCl 4
[8]
2 CtaCl 14
[9]
3 CtaCl 7
[10]
Cf. CtaO 50
[11]
3CtaCl 10-11
[12] Homilía del papa
Francisco en santa Marta sobre las lecturas de la eucaristía del día 18 de
enero de 2016
[14]
LCl 36
[17]
Cf. Vultum Dei Quaerere 5 y 6