Con esta Carta Apostólica, Francisco quiere recordar el sentido profundo de la celebración eucarística surgida del Concilio e invitar a la formación litúrgica. Con sus 65 párrafos, reafirma la importancia de la comunión eclesial en torno al rito surgido de la reforma litúrgica postconciliar.
Se trata de una meditación para comprender la belleza de la celebración litúrgica y su papel en la evangelización, que concluye con un llamamiento: “Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia”.
Estructura de la Carta Apostólica Desiderio desideravi (Dd)
El tema que aparece en el encabezamiento es: «la formación litúrgica del Pueblo de Dios». La Carta se presenta con párrafos numerados y con títulos en cursiva, que indican los diversos apartados que estructuran el texto. Todo el documento está formado por 65 números y un texto de San Francisco de Asís que aparece después del final de la Carta y sin numeración.
El texto comienza con una breve presentación (n. 1) donde el Papa explica que después de Traditionis custodes quiere reflexionar sobre la liturgia. Hay, después, ocho apartados que encuadran la liturgia en el misterio de la salvación, la importancia de conocer la liturgia (formación) y la necesidad de una celebración adecuada (ars celebrandi).
Luego sigue una reflexión, a modo de conclusión (nn. 61-65). Concluye con la fecha (29-6-22) y el lugar (en Roma, en San Juan de Letrán, que es la catedral del Papa) de la firma del papa Francisco. Como si fuera un apéndice, aparece un fragmento de la Carta a toda la Orden (II, 26-29) de San Francisco de Asís, referido a la celebración de la Eucaristía y su efecto en nosotros.
Dd contiene 24 notas en las que se indican textos citados o referencias de Padres de la Iglesia, documentos papales, textos litúrgicos, San Francisco de Asís y el teólogo Romano Guardini.
Esto se pone en conexión con el problema de la «unidad» del rito Romano (Motu proprio Traditionis custodes sobre el uso de los libros litúrgicos anteriores a la reforma del Vaticano II), pero subrayando la belleza y la verdad de la celebración cristiana.
Partiendo del acontecimiento de la Última Cena, con la institución de la Eucaristía, aparece la importancia de participar hoy de ese mismo acontecimiento viviendo en el amor de Cristo la Eucaristía que celebramos (y todos los demás actos litúrgicos).
La belleza de la liturgia radica en el encuentro con Cristo resucitado, por medio de los sacramentos. Desde aquí se produce la santificación de la Iglesia y de cada uno de los que participan en la liturgia.
En la liturgia, el sujeto que actúa es siempre y solo Cristo-Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo. Esa unión, que ya aparece simbolizada en el agua y la sangre que brotan del costado de Cristo en la Cruz, hace posible el acto de culto perfecto y agradable al Padre.
Debemos redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana. Para esto, es necesario comprender el misterio de Dios contenido en la liturgia (teología) y la importancia (centralidad) que tiene en la vida de la Iglesia. Hay que evitar el subjetivismo y el individualismo.
Hay que partir siempre de la gratuidad del don de la salvación, recibido en la fe y celebrado en la liturgia. Para esto, debemos comprender la liturgia como ejercicio del sacerdocio de Cristo. Para esto hay que descubrir la belleza de la celebración cristiana, cuidando todos los aspectos de la celebración.
En los signos sacramentales hay que vivir el asombro ante el misterio pascual, no como una expresión vaga del misterio, sino en la participación de la Pascua de Jesús. El misterio de Dios, manifestado en Cristo y vivido en la liturgia nos conduce desde el asombro a la adoración.
Se trata de estar capacitados para vivir en plenitud la acción litúrgica: llegar a captar la realidad simbólica por la que Dios irrumpe en nuestra vida, por la creación y por la redención. Así lo ha expresado el Concilio Vaticano II en su primer documento, dedicado a la liturgia, fuente de la vida divina en nosotros. Todas las cuestiones litúrgicas tienen una implicación eclesiológica.
Necesitamos una formación litúrgica seria y vital, como lo vive la Iglesia después de Pentecostés: formación para la liturgia; formación desde la liturgia.
Es toda la Iglesia la que celebra, unida a Cristo. Por eso, todo el Pueblo de Dios necesita formarse en el conocimiento y en la vivencia de la liturgia: comprender los símbolos de la liturgia.
La liturgia da gloria a Dios al hacernos partícipes de su ser, en Cristo, y nos santifica.
La celebración adecuada exige un cuidado, un «arte», tanto por parte de quien preside la celebración como de toda la asamblea que participa. Y esto, no por motivos estéticos sino teológicos: todos formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo. Hay que comprender y vivir el dinamismo de la acción litúrgica en sintonía con la acción del Espíritu Santo.
Cada gesto y cada palabra contienen una acción precisa, siempre nueva. También el silencio va marcando la acción del Espíritu en la celebración.
Se debe huir de los protagonismos, haciendo presente con obras y palabras al mismo Cristo, verdadero presidente de la celebración. Todo ha de estar imbuido de una profundidad sacramental.
Todos estamos llamados a colaborar para que el pueblo santo de Dios beba en la liturgia el torrente de gracia que Dios derrama. Sacrosanctum Concilium nos presenta en los primeros números los principios generales que deben regir nuestra vivencia de la liturgia y desde ahí construir la unidad de la liturgia de la Iglesia, en el rito Romano.
La formación y el arte de la celebración deben encaminarse a una auténtica participación en la liturgia, dentro de un clima de comunión y alegría.
La celebración del domingo y del Año litúrgico, bajo la mirada de María, debe alimentar la comunión en la Iglesia.El Papa Francisco, en su Carta,
hace un llamamiento a todos los cristianos para que descubran la centralidad de
la liturgia y la vivan. La formación nos lleva a comprender y a valorar lo que
celebramos, por encargo del mismo Jesucristo. Todo esto es posible en la
comunión de la Iglesia, anunciando al mundo la salvación, como exhorta San
Francisco en el texto final.