Queridas hermanas: El Señor os dé la paz
Un año más nos disponemos a vivir este tiempo de gracia y salvación y lo hacemos de mano de la Iglesia que nos invita a avivar el deseo de salir acompañadas de las buenas obras al encuentro de Cristo que viene[1], a presentarnos ante Dios, nuestro Padre, santas e irreprochables[2]. Sabemos que será sólo desde la dimensión del amor mutuo y del amor a todos como seremos agradables a Dios y desde ahí, nuestro corazón se afianzará, cada día más, en ese Dios que está, que viene, y vendrá.
Este adviento es también un buen momento para afianzarnos en el santo servicio, que con ardiente anhelo de corazón comenzamos tras el seguimiento de Cristo[3] pobre y humilde, hecho Niño en Belén. Estamos llamadas a vivir profundamente todos los dones de nuestra forma de vida, pero aún más hondamente, si cabe, la exhortación de Nuestro Padre San Francisco a convertirnos en oración y devoción viva y verdadera: vigilad y orad en todo momento[4]. Miremos, consideremos y contemplemos[5] hermanas, cómo el misterio salvífico y consolador del Adviento del Señor va germinando y fortificando sus raíces en el huerto regado de nuestros corazones; cómo, poco a poco, se va haciendo carne en nuestro seno como se hizo carne en el seno de la Virgen pobrecilla de Nazareth. Miremos, consideremos y contemplemos, gozosas, cómo la Sombra del Omnipotente nos cubre y nos fecunda con su amor desmedido, día a día… ¡cómo su Espíritu nos va llenando de esperanza cierta y de alegría verdadera!
El misterio de Adviento, para todas las hermanas pobres de Santa Clara, es siempre un misterio de pobreza e itinerancia evangélica, es decir, de vaciamiento, de desapropiación, de abajamiento, de limitación, de pequeñez en las pequeñas cosas de nuestra vida fraterna… de una confianza humilde y jubilosa que radica y fructifica en una oración sencilla y sincera, abierta y acogedora, cálida y encarnada. Debe ser así. De lo contrario, dejaría de ser para nosotras un misterio de esperanza y de gracia “que desborda hasta vida eterna”.
Ésta esperanza del Adviento es, también para cada una de nosotras, un nuevo comienzo y una eterna finalidad. Es el comienzo de la plenificación de todo lo que en nosotras aún no ha llegado a ser Cristo, de todo lo que en nuestras fraternidades aún no ha sido iluminado por la luz clarísima de la estrella de Belén. Además, y por encima de todo, es el final del camino de salvación que comenzamos, por pura gracia, cuando fuimos llamadas a la vida por la Vida misma. En este camino, queridas hermanas, no nos aferremos a nuestros prejuicios e idolatrías, no prefiramos lo nuestro a su tierna y eterna novedad. Al contrario, y siguiendo muy de cerca la exhortación del poverello de Asís, “removamos todo impedimento, dejemos toda preocupación y solicitud, del mejor modo que podamos, para servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas…” (RnB.22)
Mirar, considerar y contemplar el Adviento como un tiempo de renovación y de gracia significa, también, aceptar y acoger ese nuevo comienzo con todas sus consecuencias, muchas de ellas sorpresivas, imprevistas, todas siempre fermentadas y sazonadas por un Dios grande, altísimo, que se nos regala por amor en un Niño pequeño y cercano, íntimo y cordial, carne de nuestra carne, entraña de nuestras entrañas. Si en este tiempo de Adviento estamos llamadas por el Altísimo y Sumo Dios a entrar sin demora en el comienzo de lo nuevo, debemos también aceptar sin tardanza la caducidad de lo viejo, de eso que se nos pega en las sandalias y nos impide caminar “con andar apresurado, con paso ligero”[6] hacia la meta a la que somos llamadas. De esta manera, el comienzo del Adviento, se convierte en el fin: “…y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente..”[7]
Como peregrinas, debemos practicar el arte de saber empezar y de saber terminar el brumoso camino del Adviento. Empezar, en medio de un no saber que se va abriendo poco a poco en expectativas, está al alcance de todas; pero continuar el camino hasta el final, con profundidad, sin desfallecer en los repechos de la vida y sin desviarse entre las brumas del hastío, solo puede estar en las manos de aquellas hermanas que afronten el reto con diligencia y perseverancia, en las manos de aquellas hermanas que tengan preparadas las lámparas de la pasión orante, las que miren, consideren y contemplen la vida con los ojos de los profetas. Para ellas, siempre habrá una voz ardiente que les recuerde: “No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc.2, 10-12).
Que así sea para todas y cada una. Muy unidas en este tiempo de gracia. Contad con mi cariño y oraciones, yo me encomiendo a las vuestras
Prot. 20/21
Badajoz 25-11-21