Pestaña

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Carta del Ministro General por Navidad

Fr. Massimo Fusarelli, ofm
 
 
A todos los Hermanos Menores de la Orden
A todas las Hermanas Pobres de la Orden de Santa Clara
A los hermanos y amigos de nuestra Orden

    Queridos hermanos y hermanas, ¡El Señor les dé la paz!
Me gustaría entrar con ustedes en los sentimientos de San Francisco, cuando en aquella Navidad de 1223 secundó el impulso inquieto de adentrarse entre las rocas y los bosques de los alrededores del pueblo de Greccio. No solo, sino acompañado por sus hermanos y por una humanidad sencilla y pobre, integrada por campesinos y gente humilde.
   Lo que impulsó al Hermano Francisco a vivir esa Navidad fue el deseo irresistible de ver con sus propios ojos la pobreza en la cual el Señor Jesús quería nacer. Y esto para creer que Él - crucificado y resucitado - está presente, vivo y glorificado en el Espíritu Santo, escondido bajo una pequeña apariencia de pan hasta el día de su regreso.

   Clara vivirá con esta misma mirada, asombrada y amorosa, que nutre su fe y la concentra en la pobreza de Jesús, desde su nacimiento, durante toda su vida y hasta la Cruz. La vida de Clara es transformada y se asemeja en todo al pobre Crucificado, junto con sus hermanas.

   Ver y creer son dos verbos, lo sabemos bien, centrales para San Francisco.

   Ver nos recuerda la forma física de la fe de Francisco: no le basta con pensar, sino que quiere ver con los ojos, tocar con sus manos, oler con sus narices, oír con sus oídos, saborear con su lengua. En definitiva, toda su persona, sus sentidos se ponen en movimiento por el deseo, por lo que más profundamente le mueve. La fe es simplemente vida para él.

   Me pregunto si aún tengo el deseo fuerte de ver y tocar al Señor. Quizás algo me mueve mucho más. Entonces necesito, como Francisco, salir de mi zona de confort y caminar hacia un lugar diferente y tal vez hostil, al que aluden el bosque y las rocas de Greccio. Aquí es donde puedo escuchar de nuevo ese deseo que vive en mí, en el gemido mismo de la creación, nuestra casa común: ver al Señor Jesús en el misterio de su pobreza y debilidad, abrirme y abrirnos de nuevo en el Espíritu a un renovado encuentro con Él.

   Francisco experimentó este encuentro de manera “física”: tocó el cuerpo del Señor en el Evangelio, leído y escuchado todos los días; lo vio en el leproso, en sus hermanos, en los sacerdotes pobres, en los pecadores; vio la pobreza de Jesús en la paradoja de la condición humana, magnífica y al mismo tiempo condenada a la muerte. Miró a los ojos esta fragilidad, finalmente liberado de la amargura y del miedo.

   Del encuentro con Jesús florece para él la alegría de la fe, la mirada nueva del hombre resucitado que ve la presencia de Dios en todas las criaturas y por eso lo alaba y a él le restituye todo bien. Creer: la fe se enciende por ese encuentro que me ha tocado y dejado su huella en la carne de mi vida. Nuestro creer individual nace y viene custodiado por el grande “si” de la fe de la Iglesia. Este es el acto que realiza ese ver, ese tocar y ese dejarse alcanzar. Busquemos también un eco de este “sí” en el misterioso camino que, de diferentes maneras, tantas personas realizan hacia el Misterio.

   Ver sin creer podría dejar mi fe a merced de las emociones pasajeras.

   Un creer sin ver podría reducir la fe a una idea, que sencillamente no tiene nada que ver con mi vida y se cae, aunque exteriormente siga cumpliendo con prácticas religiosas.

   La alegría es el signo de que nuestra fe aun está viva; la tristeza y el lamento son la cámara de gas de la fe, que poco a poco se narcotiza, pierde el contacto con la “fisicalidad” de nuestra carne, de la vida, y se vuelve meramente intelectual o moralista, o desaparece.

   Estemos atentos, benditos hermanos y hermanas, porque esto también nos puede suceder y de hecho sucede cuando: doy por sentada la fe y no cuido creativamente una vida de oración en el silencio y la contemplación, pierdo el contacto con la palabra de Dios, dejo que la Eucaristía se convierta en una rutina, no recurro con alegría al Sacramento de la Reconciliación, separo la fe de la vida, no perdono y no entrego mi vida por los demás, me alejo de los pobres y me adapto a una vida cómoda y asegurada.

   Ver y creer, estos son los pasos de Francisco, desarmadores en su simplicidad y profundidad.

   En esta Navidad del 2021 seguimos viviendo la espera del Señor, que nutre la fe. Está presente en el claroscuro de este tiempo, que nos pide escuchar, discernir y decidir:
  • el miedo generalizado a la pandemia, que parece no tener fin y nos está cambiando, incluyendo el lugar que la ciencia y la tecnología ocupan en ella, como en todas partes;
  • la solidaridad que tantos han mostrado en esta emergencia, como no nos la imaginábamos;
  • el cúmulo de emigrantes y refugiados en tantas fronteras, con el sentido de impotencia que esto nos da;
  • los signos concretos de acogida y de apertura al otro, pagando personalmente;
  • el sufrimiento de nuestra madre tierra, rasgada por la fatiga de tantas mujeres, hombres y niños heridos en su dignidad física y moral;
  • los signos de resistencia y responsabilidad por el futuro de la casa común, especialmente por los más jóvenes;
  • los focos de guerra, terror y represión en todo el mundo, hasta el punto de que ya no son noticia;
  • el trabajo silencioso de quien se hace de muchas maneras operador y mediador de paz y de justicia.
   Esta lista podría continuar. Estamos llamados a celebrar la Navidad con ojos capaces de ver esta realidad en nosotros y a nuestro alrededor. Cada uno de nosotros, partiendo de nosotros mismos, demos un paso hacia ese bosque de Greccio entre las rocas, para ver nacer a un Niño en esta realidad pobre.

   Esta Navidad creo que estoy y estamos llamados a ver y creer de una manera nueva.

   Así lo pide el tiempo en que vivimos y que consumen toda seguridad, incluida la religiosa. Nos lo pide la misma dinámica de la fe, que es camino, búsqueda, adhesión siempre renovada.

   Nos lo pide nuestra vida religiosa, que hoy evoca una profunda re-significación en los diferentes contextos en los que vivimos en el mundo.

   Nos lo pide también ese temor que aún podemos tener de Dios: recordemos que nos da todo y no nos quita nada; se ofrece a nosotros como un padre lo hace con sus hijos; nos revela su rostro de misericordia y de gracia para que nuestra humanidad viva.

   Nos lo pide el hecho de que hoy la fe está perdiendo su sentido en la vida de tantas personas en el mundo, y a menudo también para nosotros, que hemos elegido seguir al Señor.

    Francisco nos sorprende como siempre, y nos indica el camino que lleva a Greccio, es decir, hacia los lugares remotos, alejados de las grandes rutas, para redescubrir precisamente aquí la posibilidad de un nuevo creer, también hoy rico de vida y futuro, que hay que buscar como peregrinos en la noche.

   Mi deseo para esta Santa Navidad 2021 está aquí: que podamos abrir los ojos en el Espíritu Santo y creer en el misterio de la pobreza de Jesús y de su Santísima Madre. Y desde estos “ojos espirituales” dejar que se reavive la llama de la fe. Encendidos por el fuego del Espíritu Santo, nos volveremos cada vez más incandescentes, contra toda inmovilidad fría del corazón. Así seremos, en las diversas partes del mundo que habitamos, ese signo profético que estamos llamados a ser por vocación, la presencia de Cristo crucificado y resucitado para cada hermano y hermana que el Señor nos permite encontrar.

   He aquí el signo profético de que Francisco y Clara estaban en el calor de su fe, que era una humilde búsqueda -y no posesión suya- de la Presencia del que Vive en todas las criaturas.

   Esta es la señal de lo que podemos ser siempre que no tengamos miedo de ver y creer de nuevo.

   Feliz Navidad, hermanos y hermanas y recordémonos mutuamente al Señor que viene.


Hermano y servidor
Fr. Massimo Fusarelli, ofm
Ministro General

Roma a 8 de diciembre

Prot. 110851