Pestaña

viernes, 5 de febrero de 2021

Retiros de Fraternidad: Febrero

Con el corazón y la mente vueltos al Señor

Comenzar la Cuaresma como siempre,
vivirla como nunca
Provincia de la Inmaculada ofm
 

    Con la celebración del rito, sobrio y solemne al mismo tiempo, de la imposición de la ceniza, entraremos el próximo día 17 de este mes de febrero en el tiempo de Cuaresma, que no es sino un itinerario de preparación espiritual para la Pascua, corazón del Año litúrgico de la Iglesia. Pero, ¿cómo aceptar este inmenso regalo que el Señor nos ofrece cada año?, ¿cómo recibirlo este año en que todo parece seguir caminando al ritmo que marca el Covid-19? 

    Hay una triple expresión, que forma parte de la tradición de la Iglesia, y que puede ayudarnos a acoger y vivir con hondura el tiempo de Cuaresma que se nos entrega como don: Intra totus. Mane solus. Exi alius. Entra con todo tu ser; permanece en soledad; sal diferente.

    Intra totus: entra con todo tu ser. Qué importante es entrar a la Cuaresma tal y como estamos hoy, sin esconder nada, y dejando que el Señor toque, ilumine y transforme todo nuestro ser y toda nuestra vida.

    Mane solus: permanece en soledad. En este tiempo, necesitamos de una manera especial estar en silencio dentro de nosotros y experimentar un poco del desierto, necesitamos permanecer solos para escuchar al Señor, para meditar su palabra, para examinar nuestro corazón y nuestra conciencia. ¡Cuánto ruido hay muchas veces a nuestro alrededor y dentro de nosotros, un ruido que nos hace sordos a la voz de Dios y de los hermanos!

    Exi alius: ¡sal diferente, sal transformado! Verdaderamente la gracia del camino cuaresmal es capaz de cambiar nuestra vida. Quizás decimos: ¡cuántas resoluciones he hecho hasta ahora y los resultados siempre han sido tan mediocres! Hoy el Señor nos asegura: ¡es el momento oportuno! ¡Empieza de nuevo, estoy contigo!

    Pero, se trata de un proceso desencadenado, no por nosotros mismos ni por nuestra buena voluntad sino como respuesta a una llamada y a una pregunta dirigida a lo más profundo del corazón. Igual que a los discípulos de la primera hora, también a nosotros nos mira el Señor a los ojos y nos pregunta: “¿Qué buscáis?” (cf. Jn 1,35-39).

    Las personas somos constitutivamente seres en permanente búsqueda, por eso Jesús, que nos conoce bien, se adentra en nuestras búsquedas más hondas para provocar en nosotros la auténtica conversión; “¿qué quieres que haga por ti?” (cf. Lc 18, 35-43), preguntará al ciego que pedía limosna a la entrada de Jericó.

    En otra ocasión, en el contexto del Sermón de la montaña, Jesús, dirigiéndose a los discípulos les dirá: “Buscad y encontraréis” (cf. Mt 7, 7-12). Son unas palabras rotundas que no señalan ningún límite. Lo triste es que solemos ser nosotros los que ponemos límites a nuestras búsquedas. Encontramos aspectos de la vida cristiana y del modo franciscano de vivirla que nos satisfacen y nos acomodamos, renunciando a seguir buscando. Olvidamos que Dios es infinitamente más grande que lo que hemos encontrado y renunciamos a la sorpresa del encuentro.

    El único modo de permanecer abiertos a una búsqueda incesante es, como hicieron Juan y Andrés, quedarnos con Jesús (cf. Jn 1, 39), siempre atentos a la escucha de su palabra y las exigencias que nos vaya revelando. Engarzada con lo anterior, la triada intra totus, mane solus, exi alius se presenta como una propuesta sencilla para vivir la Cuaresma este año; una Cuaresma que, nos dice la tradición litúrgica y espiritual, es un momento propicio para la conversión.

    Pero, ¿qué entendemos cuando la palabra “conversión” resuena en nuestros oídos y en nuestro corazón?; sin duda alguna no estamos ante una expresión baladí; de hecho, desde el primer momento el cristianismo aparece como un mensaje marcado por la conversión. El Evangelio, cuando nos presenta a Jesús iniciando su predicación, lo hace con estas palabras: “Convertíos, porque el reino de Dios está cerca” (Mt 4,17). En el Evangelio según san Mateo. Son las primeras palabras que pronuncia Jesús y constituyen el anuncio de su misión en este mundo: Ha sido enviado por el Padre para anunciar la cercanía del Reino de Dios y llamar a sus oyentes a una profunda conversión.

    Ahora bien, no deja de ser significativo que en los evangelios sinópticos la primera conversión es la vocación de los discípulos (cf. Mt 4, 17-22). Cuando Jesús los llama, lo fundamental no es el cambio de vida, sino el seguimiento. Lo decisivo en la conversión de los discípulos no es “dejar cosas”, sino que Jesús mismo los vincula íntimamente a su persona. Cuando Jesús convierte a los discípulos no les está ofreciendo, en primer lugar, un camino de perfección moral: “si quieres ser bueno, si quieres salvarte, si quieres ser perfecto... deja las cosas”. Lo importante es el “Sígueme”.

    Hay en el evangelio según san Mateo un texto relacionado temáticamente con el de la vocación de los primeros discípulos: el del encuentro de Jesús con el joven rico (cf. Mt 19,16-22); pero tampoco aquí el núcleo de la conversión se encuentra en la perfección entendida como una renuncia ascética a los propios bienes, sino en la dificultad existencial de un hombre que tiene que jugárselo todo en el seguimiento de Cristo. De los cinco verbos que Jesús propone al joven: vete, vende, dalo, ven, sígueme (cf. Mt 19 21), el central es el último. Únicamente desde el seguimiento a Jesús encuentran su sentido los otros cuatro.

    Es verdad, y no lo podemos negar, que la conversión cristiana conlleva un cambio radical, pero no es un cambio de índole moral, en el sentido de una persona que se convierte cuando, abandonando su mala voluntad, comienza a vivir desde la buena voluntad; se trataría, aquí, de pasar de la tibieza al fervor, de las malas a las buenas obras, de una vida anquilosada a otra más generosa... Ahora bien, nada de esto, aun siendo bueno, constituye el núcleo de lo que es una conversión auténticamente cristiana.

    Yendo a las raíces bíblicas, vemos que en el Antiguo Testamento la conversión está expresada por el término “shub” (באש) que sugiere en su sentido etimológico la imagen de una persona que va por un camino equivocado y al darse cuenta cambia de sentido.

    El Nuevo Testamento habla de “metanoia” (μετανοία), que traducido literalmente viene a significar cambio de mentalidad, transformación radical del propio modo de pensar y concebir la realidad y las relaciones con Dios, con los demás, con la naturaleza y con uno mismo. El segundo elemento de la palabra (noia - νοία) significa la forma de pensar y ésta no mejora cambiando, sino progresando en la dirección tomada. Podemos intentar comprender lo que esto significa en relación con la observación de las cosas que nos rodean: El primer grado es la visión de los ojos. Es la ciencia del physikà (φυσική). En el segundo grado uno mira las mismas cosas con el intelecto puro; se avanza hacia la meta- physikà (μεταφυσική). Pero los autores espirituales insisten en la necesidad de dar otro tercer paso, que es ver las mismas cosas y uno mismo con los ojos iluminados por el Espíritu Santo, para avanzar más allá de la μεταφυσική. Esta mirada honda y nueva constituye el objetivo principal del itinerario Cuaresmal.

    Cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de μετανοία. Anuncio gozoso de que ya ha pasado lo viejo y ha llegado lo nuevo. En este sentido son iluminadoras las palabras de San Pablo invitándonos a dejarnos reconciliar con Dios (cf. 2Cor 5,20). La conversión cristiana no es tanto una conquista ascética cuando un dejarnos amar por Dios, que no ha tenido en cuenta nuestros     pecados. Ha llegado el tiempo de la gracia. A Dios se le han conmovido las entrañas. A Dios le ha venido la racha de amar y perdonar. Por eso se nos invita a la conversión.

    La Cuaresma no es, pues, tanto un tiempo para renunciar cuanto un tiempo para multiplicar. La Cuaresma es el momento de embellecer la vida. Refiriéndose al rito de la imposición de la ceniza con la que cada año comienza en la Iglesia el tiempo cuaresmal, el obispo italiano Tonino Bello[1] decía que la ceniza y el agua son los ingredientes usados en épocas pasadas para lavar la ropa, y que hay que comenzar, por tanto, desde aquí: desde el deseo de embellecer la propia vida. Nuestro primer compromiso es precisamente este: descubrir las cosas hermosas que llevamos en nuestro interior y que, por algún motivo, hemos dejado de lado.

    Según esto, la Cuaresma es el tiempo de la multiplicación. En este tiempo de gracia será bueno pararse, sentarse con calma y buscar el modo de multiplicarse en lugar de rendirse: multiplicar el tiempo en bien de los demás, comenzando por quienes comparten con nosotros la vida en la fraternidad; multiplicar los gestos de amor y de ternura hacia los demás; multiplicar las buenas palabras, ésas que hacen bien al corazón; multiplicar, sin rendirse, porque si estamos ocupados multiplicando las cosas hermosas no tendremos tiempo para hacer aquellas que deterioran nuestra relación personal con el Padre de las misericordias (cf. 2Cor 1,3; TestCl 2), nos afean a nosotros mismos y deforman la creación, salida hermosa de las manos de Dios. Multiplicar el tiempo dedicado al silencio y a la lectura orante de la Palabra de Dios, y releer la propia vida, amando el camino concreto que se ha recorrido hasta el momento presente. No limitarse sólo a renunciar a aquellas cosas que hacen mal; dedicarse, más bien, a descubrir cuánto amor hay en el propio corazón y cuánto bien estamos llamados a sembrar a nuestro alrededor.

    Todo esto no se improvisa. Llegaremos a aceptar esta nuestra realidad, áspera y a la vez maravillosa, después de un largo trabajo; la Cuaresma es, en medio del trabajo y de los compromisos cotidianos, el tiempo y el lugar ideal para ello, con la ayuda de las herramientas que nos ofrece la tradición de la Iglesia: la oración, el ayuno, y la caridad, además, claro está, de los hermanos de la propia fraternidad.

    En esta Cuaresma vale la pena dedicar tiempo y esfuerzo a redescubrirnos como hijos de Dios que buscamos nuestra naturaleza de hijos en el Hijo, aceptándonos como somos, pequeños, criaturas frágiles, pecadores en busca de misericordia… Este es el momento de afirmar con rotundidad que nuestra confianza en Dios y nuestra esperanza no son en vano, sino verdaderas y muy concretas. Si así lo creemos y lo vivimos, ni la enfermedad, ni el sufrimiento, ni la muerte tienen la capacidad de atemorizarnos, porque confiamos plenamente en el poder de Dios y en la fuerza de su Palabra.

    Y se trata, no podemos olvidarlo, de una Cuaresma que, como buena parte de la del año pasado, es distinta a las que hemos vivido a lo largo de nuestra historia personal y comunitaria: una Cuaresma marcada por la pandemia del Coronavirus. Es éste, sin duda, un tiempo de sufrimiento y aflicción, pero puede ser también, como recuerda el salmo 119, un tiempo de gracia: “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus decretos” (Sal 119, 71). De hecho, La historia y nuestra experiencia diaria nos enseñan que la mayoría de las veces somos incapaces de detenernos para hacer las valoraciones correctas y reconocer ciertas verdades, a menos que intervenga un acontecimiento extraordinario, sorprendente, incluso catastrófico que nos induzca, si es que no nos obliga, a hacerlo:
  • Fue el viento impetuoso y el miedo a hundirse en el mar lo que llevó al apóstol Pedro a gritar "¡Señor, sálvame!" (cf. Mt 14,30), haciéndole caer en la cuenta -como nunca antes- de la fuerza de la mano de su Maestro que lo agarró sin vacilar.
  • Saulo de Tarso se humilló ante el odiado Jesús, preguntándole: “¿Quién eres, Señor?” (cf. Hch 9,5), sólo después de que una luz lo iluminara y cuando toda su arrogancia y sus convicciones se derrumbaron en el suelo, en medio del polvo.
  • El carcelero de Filipos reconoció su extrema necesidad, gritando: "¿Qué tengo que hacer para salvarme? (cf. Hch 16, 30), sólo después de que un terremoto sacudiera de manera espantosa la cárcel y con ella su vida, trastornando todo su mundo y poniendo en riesgo su familia y su futuro.

    Podríamos seguir con la lista, pero bastan estos casos para reafirmar que, en ocasiones, las situaciones “límite” y los hechos "extremos" son necesarios para obligarnos a parar y reconocer las cosas importantes que, hasta ese momento, no habíamos valorado de modo adecuado.

    El azote del Coronavirus nos ha obligado a mirar las cosas de manera diferente, reconociendo el valor de lo que tenemos a nuestro alrededor y ante lo que, quizás, pasábamos indiferentes. Así, casi de repente "vemos" el trabajo insustituible de médicos, enfermeros y enfermeras y todos los trabajadores en el ámbito sanitario, que se están “dejando la propia vida” para salvar la de otros; nos damos cuenta de la misión de los distintos Cuerpos de Policía desplegados en las calles para salvaguardar nuestra seguridad; caemos en la cuenta de la sacrificada labor de los transportistas y del personal de los supermercados que permiten no echemos de menos ningún producto en las estanterías; valoramos, quizás por primera vez, el trabajo de quienes recogen por la noche nuestros residuos o reparten la correspondencia...

    ¿Ha sido necesario, quizás, el Coronavirus para que los creyentes, y posiblemente también los hermanos menores, reconociéramos lo que Dios quiere dar y hacer por medio de la Iglesia? Es posible que, solo ahora, en medio de esta terrible circunstancia, nos hayamos parado a:

- Comprender que no somos omnipotentes y, ante la fuerza de un hecho tan impactante, aprender a “buscar el rostro del Señor” (cf. Sal 27 [26] 8), pidiendo que intervenga con su poder. Toda nuestra presunción desaparece; pero esperemos que luego, al final de la crisis, no reaparezca para presumir de cómo supimos reaccionar y de cómo pudimos superarla con nuestras propias fuerzas e inteligencia.

- Considerar la riqueza de nuestras asambleas litúrgicas, ésas en las que nos reunimos comunitariamente para escuchar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos. Así, quienes, con demasiada facilidad, habían abandonado la reunión común (cf. Heb 10,25) o criticaban la pobreza o lo rutinario de las celebraciones, se han lamentado porque las puertas de nuestros templos estaban cerradas.

- Apreciar el amor de la extraordinaria Familia a la que pertenecemos. Sí, porque a fuerza de escuchar rumores, insinuaciones y cotilleos, sobre la Iglesia, la Orden o la Provincia hemos podido caer en la trampa de la denigración y no hemos apreciado suficientemente el don de ser hermanos y la comunión con ellos, que ahora se ha vuelto indispensable. ¿El Coronavirus nos ha ayudado a comprender y apreciar qué preciosa es la fe que profesamos en común y la común vocación franciscana que hemos recibido, además de todo el bien que podemos hacer juntos?

- Descubrir que todos aquellos que dedican su tiempo al servicio de las comunidades cristianas, sacerdotes, vida consagrada y seglares, son un don precioso de Dios a su Iglesia. ¡Qué hermoso ha sido escuchar la voz del párroco o de un fraile de la fraternidad que telefonea para trasmitir una palabra de aliento a personas angustiadas! Y luego, ante el drama de la muerte y la tragedia de no poder celebrar un funeral, al menos contar con el consuelo de su presencia cálida para una oración junto a la familia. ¡Qué hermoso ha sido ver el esfuerzo de catequistas, monitores, miembros de Cáritas… dedicando horas y esfuerzo a compartir la fe y llevar esperanza y ayuda a tantas personas asediadas por las necesidades materiales y la soledad!

- Valorar debidamente a todos aquellos que nos han acompañado en el camino a lo largo de todos los años de nuestra consagración a Dios como hermanos menores y las “reservas” espirituales que hemos acumulado. Todo eso que hemos recibido y asimilado, se presenta ahora como una verdadera fuente de apoyo espiritual para el bregar de cada día.

- Saber apreciar de corazón las diversas realidades que vivimos y desarrollamos en la Fraternidad. Sí, porque ahora nos damos cuenta de lo fundamentales que son la celebración de la Liturgia de las Horas y la Eucaristía, los capítulos locales, los retiros espirituales y los momentos de lectura orante de la palabra, las comidas en común y las recreaciones fraternas; pero también la catequesis y el esfuerzo por formar en la fe a los niños, a los jóvenes y a los adultos; el acompañamiento espiritual y la ayuda material a tantas personas…

- Reconocer la importancia de los medios de comunicación que siempre hemos tenido a nuestra disposición, pero que durante el periodo más duro de la pandemia han resultado muy valiosos para mantener a los creyentes en contacto e incluso “llevarlos” a la oración común y a la participación “virtual” en la Eucaristía. Son la televisión y la Radio, pero también YouTube y las diversas Redes Sociales, tan denigradas con frecuencia, pero que ahora nos han permitido reunirnos en diferentes plataformas para leer juntos la Palabra, formarnos, compartir la fe y orar.

- Comprender lo importante que es la Fraternidad. ¿Cuántas cosas se habían vuelto más importantes que nuestra fraternidad y estar juntos en casa? Ya sea por trabajo pastoral, estudio u otras razones, a menudo nos hemos alejado de nuestros hermanos y hemos descuidado el valor de la “vida de familia”. La epidemia nos "ha obligado” a compartir muchas horas y a “sentarnos juntos a la mesa" para celebrar en común la Eucaristía, leer la Palabra de Dios y orar con más calma, además de disfrutar de momentos lúdicos y de otros de mayor intimidad. Considerando que vivimos en una sociedad que promueve la separación y el individualismo, empujando hacia la desintegración familiar y social, y que esto también afecta a nuestras comunidades, sería muy bueno que no perdiéramos el gusto por compartir más y mejor la vida con los propios hermanos de fraternidad.

- Dar gracias a Dios por todas las cosas que tenemos, quienes hemos hecho profesión de vivir “sin propio”. Aprender cada día a agradecer al Señor por su providencia y “por todo bien”, tanto por los de primera necesidad como por los demás. Reconocer que Dios, en su misericordia, nos ha cuidado, que nada procede de nosotros y que todo, en cambio, procede de quien es “El Bien, el todo Bien, el sumo Bien!” (cf. AlD). Pero, al mismo tiempo que agradecemos, y como muestra palpable de nuestro amor fraterno, compartimos con quienes carecen de lo necesario para la vida (cf. 1 Jn 3, 16-18).

- ¡Darnos cuenta de que Jesús realmente está a punto de regresar! Aparte de las especulaciones de algunos que, trastornando la doctrina de la Parusía, siembran miedos y temores en la gente, como hermanos menores queremos reavivar y proclamar la esperanza bienaventurada del glorioso regreso de Cristo y consagrarnos aún más a vivir la gozosa expectativa de su vuelta, trabajando sin descanso por hacer cada día más presente su reino en nuestro mundo.

    Pero, ¿es posible que hayamos necesitado del Covid-19 para entender, redescubrir y valorar estas cosas? Nunca podremos responder con certeza a esta cuestión, pero en la Cuaresma de este 2021 sí podemos servirnos de una situación tan dolorosa para acercarnos más resueltamente a Dios, único capaz de hacernos hermanos menores alegres y agradecidos, creyentes fuertes, resilientes y capaces de continuar hasta el final el camino franciscano emprendido hace más o menos años, permaneciendo fieles a nuestra vocación de ser “fraternidad contemplativa de menores en misión”.

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[1] Antonio Bello, más conocido como don Tonino (1935 1993), miembro de la Orden Franciscana Secular (OFS) fue nombrado obispo de Molfetta (Italia) en 1982. Desde el comienzo de su ministerio episcopal se caracterizó por la renuncia a lo que consideraba “signos de poder eclesiástico” y por una constante atención a los más desfavorecidos; suya es la expresión “Chiesa del grembiule” (Iglesia del delantal) con la que quería evidenciar la necesidad de hacerse pequeños y humildes, actuando al mismo tiempo sobre las causas de la marginación.
    En 1985 fue nombrado Presidente de Pax Christi, movimiento católico internacional por la paz. Aunque operado de un tumor en el estómago, el 7 de diciembre de 1992 salió del puerto de Ancona junto a casi quinientos voluntarios de varios países de Europa hasta las costas de Croacia; allí dio comienzo una marcha hacia la ciudad de Sarajevo, asediada desde hacía meses por las tropas serbias, en el contexto de la que se conoce como “Guerra de los Balcanes”. La llegada en 10 autobuses desvencijados a la ciudad asediada y sometida a frecuentes bombardeos y a los disparos de los francotiradores, constituía un claro peligro para los participantes en la “marcha por la paz”; pero quien recibió a la comitiva fue una niebla cerrada, que protegió la entrada de la comitiva en la ciudad. Don Tonino habló de “la nebbia de la Madonna” (la niebla de la Virgen), haciendo referencia a la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que se celebra el 8 de diciembre.
    El 27 de noviembre de 2007, en la Congregación para la Causa de los Santos se ha iniciado el proceso para su beatificación.