Vigilia
Pascual
1. Las mujeres llevan los aromas a la tumba, pero temen que el viaje
sea en balde, porque una gran piedra sella la entrada al sepulcro. El camino de
aquellas mujeres es también nuestro camino; se asemeja al camino de la
salvación que hemos recorrido esta noche. Da la impresión de que todo en él
acabe estrellándose contra una piedra: la belleza de la creación contra el
drama del pecado; la liberación de la esclavitud contra la infidelidad a la
Alianza; las promesas de los profetas contra la triste indiferencia del pueblo.
Ocurre lo mismo en la historia de la Iglesia y en la de cada uno de nosotros:
parece que el camino que se recorre nunca llega a la meta. De esta manera se
puede ir deslizando la idea de que la frustración de la esperanza es la oscura
ley de la vida.
Hoy, sin embargo, descubrimos que nuestro camino no es en vano, que no
termina delante de una piedra funeraria. Una frase sacude a las mujeres y
cambia la historia: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc
24,5); ¿por qué pensáis que todo es inútil, que nadie puede remover vuestras
piedras? ¿Por qué os entregáis a la resignación o al fracaso? La Pascua,
hermanos y hermanas, es la fiesta de la remoción de las piedras. Dios quita las
piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las
expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana
no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la «piedra viva» (cf.
1 P 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en
Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo
todo en base a nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo, para
remover nuestras decepciones. Esta noche cada uno de nosotros está llamado a
descubrir en el que está Vivo a aquél que remueve las piedras más pesadas del
corazón. Preguntémonos, antes de nada: ¿cuál es la piedra que tengo que
remover en mí, cómo se llama esta piedra?
A menudo la esperanza se ve obstaculizada por la piedra de la
desconfianza. Cuando se afianza la idea de que todo va mal y de que, en el
peor de los casos, no termina nunca, llegamos a creer con resignación que la
muerte es más fuerte que la vida y nos convertimos en personas cínicas y
burlonas, portadoras de un nocivo desaliento. Piedra sobre piedra, construimos
dentro de nosotros un monumento a la insatisfacción, el sepulcro de la
esperanza. Quejándonos de la vida, hacemos que la vida acabe siendo esclava
de las quejas y espiritualmente enferma. Se va abriendo paso así una especie de
psicología del sepulcro: todo termina allí, sin esperanza de salir con
vida. Esta es, sin embargo, la pregunta hiriente de la Pascua: ¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? El Señor no vive en la resignación.
Ha resucitado, no está allí; no lo busquéis donde nunca lo encontraréis: no es
Dios de muertos, sino de vivos (cf. Mt 22,32). ¡No enterréis la
esperanza!
Hay una segunda piedra que a menudo sella el corazón: la piedra del
pecado. El pecado seduce, promete cosas fáciles e inmediatas, bienestar y
éxito, pero luego deja dentro soledad y muerte. El pecado es buscar la vida
entre los muertos, el sentido de la vida en las cosas que pasan. ¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? ¿Por qué no te decides a dejar ese
pecado que, como una piedra en la entrada del corazón, impide que la luz divina
entre? ¿Por qué no pones a Jesús, luz verdadera (cf. Jn 1,9), por encima
de los destellos brillantes del dinero, de la carrera, del orgullo y del
placer? ¿Por qué no le dices a las vanidades mundanas que no vives para ellas,
sino para el Señor de la vida?
2. Volvamos a las mujeres que van al sepulcro de Jesús. Ante la piedra
removida, se quedan asombradas; viendo a los ángeles, dice el Evangelio,
quedaron «despavoridas» y con «las caras mirando al suelo» (Lc 24,5). No
tienen el valor de levantar la mirada. Y cuántas veces nos sucede también a
nosotros: preferimos permanecer encogidos en nuestros límites, encerrados en
nuestros miedos. Es extraño: pero, ¿por qué lo hacemos? Porque a menudo, en la
situación de clausura y de tristeza nosotros somos los protagonistas, porque es
más fácil quedarnos solos en las habitaciones oscuras del corazón que abrirnos
al Señor. Y sin embargo solo él eleva. Una poetisa escribió: «Ignoramos nuestra
verdadera estatura, hasta que nos ponemos en pie» (E. Dickinson, We never
know how high we are). El Señor nos llama a alzarnos, a levantarnos de nuevo
con su Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el
Cielo, no para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de
la muerte: ¿por qué buscáis entre los muertos al que vive?
Dios nos pide que miremos la vida como Él la mira, que siempre ve en
cada uno de nosotros un núcleo de belleza imborrable. En el pecado, él ve hijos
que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la
desolación, corazones para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama
tu vida, incluso cuando tienes miedo de mirarla y vivirla. En Pascua te muestra
cuánto te ama: hasta el punto de atravesarla toda, de experimentar la angustia,
el abandono, la muerte y los infiernos para salir victorioso y decirte: “No
estás solo, confía en mí”. Jesús es un especialista en transformar nuestras
muertes en vida, nuestros lutos en danzas (cf. Sal 30,12); con Él
también nosotros podemos cumplir la Pascua, es decir el paso: el paso de la
cerrazón a la comunión, de la desolación al consuelo, del miedo a la confianza.
No nos quedemos mirando el suelo con miedo, miremos a Jesús resucitado: su
mirada nos infunde esperanza, porque nos dice que siempre somos amados y que, a
pesar de todos los desastres que podemos hacer, su amor no cambia. Esta es la
certeza no negociable de la vida: su amor no cambia. Preguntémonos: en la
vida, ¿hacia dónde miro? ¿Contemplo ambientes sepulcrales o busco al que
Vive?
3. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Las mujeres
escuchan la llamada de los ángeles, que añaden: «Recordad cómo os habló estando
todavía en Galilea» (Lc 24,6). Esas mujeres habían olvidado la esperanza
porque no recordaban las palabras de Jesús, su llamada acaecida en Galilea.
Perdida la memoria viva de Jesús, se quedan mirando el sepulcro. La fe necesita
ir de nuevo a Galilea, reavivar el primer amor con Jesús, su llamada: recordarlo,
es decir, literalmente volver a Él con el corazón. Es esencial volver a
un amor vivo con el Señor, de lo contrario se tiene una fe de museo, no la fe
de pascua. Pero Jesús no es un personaje del pasado, es una persona que vive
hoy; no se le conoce en los libros de historia, se le encuentra en la vida.
Recordemos hoy cuando Jesús nos llamó, cuando venció nuestra oscuridad, nuestra
resistencia, nuestros pecados, cómo tocó nuestros corazones con su Palabra.
Hermanos y hermanas, volvamos a Galilea.
Las mujeres, recordando a Jesús, abandonan el sepulcro. La Pascua nos
enseña que el creyente se detiene por poco tiempo en el cementerio, porque está
llamado a caminar al encuentro del que Vive. Preguntémonos: en mi vida,
¿hacia dónde camino? A veces nos dirigimos siempre y únicamente hacia
nuestros problemas, que nunca faltan, y acudimos al Señor solo para que nos
ayude. Pero entonces no es Jesús el que nos orienta sino nuestras necesidades.
Y es siempre un buscar entre los muertos al que vive. Cuántas veces también,
luego de habernos encontrado con el Señor, volvemos entre los muertos, vagando
dentro de nosotros mismos para desenterrar arrepentimientos, remordimientos, heridas
e insatisfacciones, sin dejar que el Resucitado nos transforme. Queridos
hermanos y hermanas, démosle al que Vive el lugar central en la vida. Pidamos
la gracia de no dejarnos llevar por la corriente, por el mar de los problemas;
de no ir a golpearnos con las piedras del pecado y los escollos de la
desconfianza y el miedo. Busquémoslo a Él, dejémonos buscar por Él, busquémoslo
a Él en todo y por encima de todo. Y con Él resurgiremos.
Basílica
Vaticana
Sábado
Santo, 20 de abril de 2019