Fr. Michael Anthony Perry, OFM
Mis queridos hermanos,
¡El Señor os dé la paz!
Este año quisiera compartir con todos
vosotros un mensaje que se coloca en el marco celebrativo de los 800 años del
encuentro entre Francisco de Asís y el Sultán de Egipto al- Malik al-Kamil. Tal
conmemoración ha ofrecido a la Iglesia y a la Orden una extraordinaria
oportunidad para abrir espacios de reflexión y estudio en relación con el tema
del diálogo abierto y respetuoso con el Islam y, por supuesto, con otras
confesiones religiosas.
Ahora bien, basándome en cuanto he
escrito el pasado 7 de enero, en una carta a toda la Orden sobre este
importante aniversario, quisiera invitaros a vivir el misterio de la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor a la luz de este particular evento que nos
impulsa a abandonar el miedo y a abrir literalmente las puertas de nuestra
mente, permitiendo que Dios opere de forma inédita en los corazones de hombres
y mujeres de buena voluntad que indistintamente luchan por promover la justicia
social, los bienes morales, la paz y la libertad en beneficio de todos (cf.
Nostra Aetate 3).
Permitidme, entonces, dirigir mi
mirada hacia un pasaje evangélico que tendremos la oportunidad de escuchar el
segundo domingo pascua. Se trata de una de las apariciones de Jesús resucitado
no solo a unos pocos sino a todos los discípulos reunidos en el cenáculo “la
tarde de aquel día, el primero de la semana”, según la versión del evangelista
Juan (cf. Jn 20, 19-31). Este pasaje en realidad narra dos apariciones
separadas por un arco cronológico de ocho días. Pienso que estos dos momentos
nos ayudarán a establecer una matriz espacio – temporal que nos permitirá
comprender mejor un momento progresivo en la fe no sólo de Tomás sino de todos
los discípulos que tienen el privilegio de contemplar con sus propios ojos la
presencia de Jesús resucitado.
Primera
aparición:
Las
puertas del lugar estaban cerradas por miedo a los judíos
El texto comienza con la expresión:
“la tarde de aquel día”, que no está puesta allí por casualidad, sino que hace
parte del estilo narrativo del evangelista, al cual le gusta presentar
escenarios naturales de contraste. En este caso, nos podemos imaginar una
habitación sin mucha luz, dentro de la cual se hace difícil incluso reconocer
los rostros de los otros, aún los más cercanos. Esta expresión podría
representar la incertidumbre, el desánimo y en consecuencia el miedo al que se
enfrentan quienes están reunidos. Un miedo al futuro, a lo diferente, al
riesgo, al cambio, tal vez pensando que se puede perder algo y, por lo tanto,
es necesario tener las “puertas bien cerradas”. El sentir de los discípulos es
hasta un cierto punto algo absolutamente normal, después de haber visto lo que
ha pasado con Jesús en la cruz. Tal vez necesitan tiempo para asimilar, o algo
que pueda activar en ellos el deseo de emanciparse, de salir, de buscar la luz,
el deseo de hacer que ese primer día de la semana que está acabando, se
prolongue gracias a una nueva esperanza que aún no pueden ver. El signo de las
puertas cerradas representa una situación muy humana para proteger las pocas
seguridades que se tienen y, obviamente la propia persona.
Entró
Jesús y se puso en medio de ellos
Sin entrar en los debates teológico-
exegéticos sobre esta nueva apariencia de Jesús que es capaz de atravesar los
muros con un cuerpo de especiales características, pienso más bien en el poder
que Jesús tiene para “entrar” en aquel lugar a pesar de encontrar las puertas
cerradas. En este, como en tantos otros episodios, asistimos a la estrategia
narrativa del cambio de la situación, que se caracteriza justamente por una
transformación de las circunstancias, generalmente producida por una iniciativa
divina. En nuestro texto, después que Jesús pronuncia las palabras: paz a
vosotros, y haber mostrado sus manos y su costado, el evangelio subraya que la
tristeza y el miedo que los embargaba se transformó en alegría cuando vieron al
Señor (v. 20). El texto es tan espléndido que muestra una suerte de itinerario
propuesto una persona cuando se lanza a la aventura de la fe. Jesús pudo haber
escogido otro momento para aparecerse, e incluso otras circunstancias. Sin
embargo, escogió un momento caracterizado por el miedo de los apóstoles y la
ausencia de uno, Tomás, que será uno de los protagonistas clave del pasaje, y
sobre el cual quisiera detenerme un momento, mientras analizamos la segunda
aparición.
Segunda
aparición:
¡Pasan ochos días! Uno se pregunta
¿por qué dejó pasar tantos días? ¿Por qué no sacarlo de la duda en el menor
tiempo posible para poder disipar la incertidumbre de Tomás que había oído
decir: hemos visto al Señor? El nombre Tomás significa hermano gemelo. Dídimo
es un término griego que el evangelista ha utilizado para traducir el arameo
Ta’oma’. Detrás de este juego de traducciones, como frecuentemente lo deja ver
el cuarto evangelio, se esconde alguna intencionalidad teológica. Dídimo
significa gemelo. El gemelo es un doble, es uno que se parece a otro y, en el
texto, Tomás desempeña un papel caracterizado por dos momentos: es dominado por
la duda que luego resuelve cuando encuentra al Señor, y es a la vez nuestro
gemelo porque nos representa directamente en la historia. Es él que a nombre
nuestro puede encontrarse cara a cara con el Señor resucitado después de un
episodio de incredulidad, haciendo luego la más alta profesión de fe que el
evangelio de Juan haya podido registrar: Señor mío y Dios mío. Tomás ha visto y
tocado las heridas de Jesús. El texto habla claramente de la señal de los
clavos; así, el resucitado tiene un cuerpo que está marcado por una historia de
dolor y muerte. Tomás es entonces nuestro gemelo, toca con sus manos las
heridas sobre el cuerpo reconociendo no sólo que es un hombre sano, sino que
además es Dios en persona.
Una historia de dolor y muerte que se
repite toda vez que los seres humanos no somos capaces de reconocer las
diferencias y la riqueza de la diversidad. Historia marcada por una mentalidad
dominante que ha utilizado el nombre de Dios para reafirmarse y creerse
depositaria de la verdad absoluta sobre Dios, aún teniendo que agredir y matar
con tal de defender una posición doctrinal. Ese ha sido el dramático escenario
que el medioevo testificó en confrontación con la religión islámica, y que
tristemente aún hoy vemos algunos países donde las minorías no son bien vistas.
Escuchemos
al Santo Padre Francisco
Probablemente muchos piensen que una
reflexión de esta naturaleza, o las aproximaciones significativas que ha hecho
la Iglesia y el papa Francisco en manera particular, no corresponden a la cruda
realidad que aún hoy se vive en países donde conviven cristianos y musulmanes
juntos. Hay quienes piensan que hablar de diálogo o demostrar apertura a un
eventual encuentro, es signo de debilidad y de falta de reafirmación de la
identidad. El papa Francisco ha sido duramente criticado en ciertos sectores de
la Iglesia por los gestos de apertura mostrados hacia otras confesiones,
considerando que esto debilita la imagen y reputación de la Iglesia y de los
cristianos en general.
En el respeto de tales opiniones
quisiera simplemente afirmar que un simple gesto de unión y de apertura resulta
ser más poderoso, elocuente, eficaz y profético que el deseo de una
autoafirmación muchas veces basada en la auto- referencialidad.
Recientemente, a propósito del viaje
que hizo a Marruecos, el Santo padre afirmaba que no hay por qué asustarse por
las diferencias entre las diversas religiones sino lo que nos debería asustar
es la carencia de fraternidad entre las distintas religiones (Audiencia
general, 3 de abril, plaza de San Pedro).
Como todos sabéis el Santo Padre ha querido unirse activamente a la celebración
del 8 centenario del encuentro entre Francisco y el Sultán al- Malik al- Kamil,
y este viaje, como también aquel a los Emiratos Árabes, son la clara muestra de
ello. El potente llamado al diálogo y
la edificación de una sociedad abierta, plural y solidaria, así como también la
respuesta que debemos dar ante la grave crisis migratoria fueron temas que se
colocaron al centro de su mensaje. El Papa hizo un enérgico llamado a recorrer
un camino juntos que nos ayude a superar las tensiones e incomprensiones
abriéndonos a un espíritu de colaboración fructífera y respetuosa. (Cf.
Discurso del Santo Padre: encuentro con el pueblo marroquí, las autoridades, la
sociedad civil y el cuerpo diplomático, 30 de marzo de 2019)
Quisiera, por tanto, mis amados
hermanos, invitaros a vivir la pascua de este año a la luz de este gran
acontecimiento. Es verdad que una opción como la que plantea el Papa puede
representar un cierto riego, y nos puede generar miedo e incertidumbre; algo
muy parecido a lo que vivieron los apóstoles en el cenáculo a puertas cerradas.
Sin embargo, el mismo Pontífice nos anima en su encíclica: “prefiero una
Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una
Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias
seguridades” (EG 49). Me atrevo a hacer mía esta invitación a todos mis
hermanos de la Orden, a mis amadas hermanas clarisas y concepcionistas y a
todos los hombres y mujeres de buena voluntad que están cerca de la
espiritualidad del Santo de Asís: Salgamos, vayamos al encuentro de lo
diferente, abramos las puertas para que entre un nuevo aire, el soplo del
Espíritu (cf. Jn 20,22) que nos quiere abrir los ojos a una realidad que es
nueva pero fascinante. No pensemos que esto es un signo de debilidad o de
renuncia a nuestras convicciones; pensemos más bien que un mundo tan plural
como el nuestro tiene urgente necesidad signos elocuentes y proféticos que
inviten a la sana y civilizada convivencia.
El pobrecillo de Asís fue un signo
para su época y lo sigue siendo después de ocho siglos. Creo que no podemos
contentarnos con la idea de conmemorar un evento como éste si nuestro corazón
no se abre a la experiencia del otro. Vivir la pascua este año significará
seguir el itinerario propuesto el Evangelio de Juan que, sin desconocer el
temor y el deseo de cerrar las puertas por miedo, nos indica cómo el evento de
la resurrección de Cristo es capaz de transformar nuestra tristeza en gozo (cf.
Jn16, 16) y nuestro miedo en valentía para profesar de palabra y con nuestra
vida, que Jesús ha resucitado y que él es Señor y Dios nuestro (cf. Jn 20,28).
¡Feliz y Santa Pascua a todos!
Roma, 14 de abril de 2019
Domingo de Ramos
Fr. Michael Anthony Perry, OFM
Ministro general y siervo