SANTA MISA
DE NOCHEBUENA
Lunes, 24 de
diciembre de 2018
José, con María su
esposa, subió «a la ciudad de David, que se llama Belén» (Lc 2,4). Esta noche,
también nosotros subimos a Belén para descubrir el misterio de la Navidad.
1. Belén: el nombre
significa casa del pan. En esta “casa” el Señor convoca hoy a la humanidad. Él
sabe que necesitamos alimentarnos para vivir. Pero sabe también que los
alimentos del mundo no sacian el corazón. En la Escritura, el pecado original
de la humanidad está asociado precisamente con tomar alimento: «tomó de su
fruto y comió», dice el libro del Génesis (3,6). Tomó y comió. El hombre se
convierte en ávido y voraz. Parece que el tener, el acumular cosas es para
muchos el sentido de la vida. Una insaciable codicia atraviesa la historia
humana, hasta las paradojas de hoy, cuando unos pocos banquetean
espléndidamente y muchos no tienen pan para vivir.
Belén es el punto de
inflexión para cambiar el curso de la historia. Allí, Dios, en la casa del pan,
nace en un pesebre. Como si nos dijera: Aquí estoy para vosotros, como vuestro
alimento. No toma, sino que ofrece el alimento; no da algo, sino que se da él
mismo. En Belén descubrimos que Dios no es alguien que toma la vida, sino aquel
que da la vida. Al hombre, acostumbrado desde los orígenes a tomar y comer, Jesús
le dice: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). El cuerpecito del Niño
de Belén propone un modelo de vida nuevo: no devorar y acaparar, sino compartir
y dar. Dios se hace pequeño para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él, Pan
de Vida, podemos renacer en el amor y romper la espiral de la avidez y la
codicia. Desde la “casa del pan”, Jesús lleva de nuevo al hombre a casa, para
que se convierta en un familiar de su Dios y en un hermano de su prójimo. Ante
el pesebre, comprendemos que lo que alimenta la vida no son los bienes, sino el
amor; no es la voracidad, sino la caridad; no es la abundancia ostentosa, sino
la sencillez que se ha de preservar.
El Señor sabe que
necesitamos alimentarnos todos los días. Por eso se ha ofrecido a nosotros
todos los días de su vida, desde el pesebre de Belén al cenáculo de Jerusalén.
Y todavía hoy, en el altar, se hace pan partido para nosotros: llama a nuestra
puerta para entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3,20). En Navidad recibimos en
la tierra a Jesús, Pan del cielo: es un alimento que no caduca nunca, sino que
nos permite saborear ya desde ahora la vida eterna.
En Belén descubrimos
que la vida de Dios corre por las venas de la humanidad. Si la acogemos, la
historia cambia a partir de cada uno de nosotros. Porque cuando Jesús cambia el
corazón, el centro de la vida ya no es mi yo hambriento y egoísta, sino él, que
nace y vive por amor. Al estar llamados esta noche a subir a Belén, casa del
pan, preguntémonos: ¿Cuál es el alimento de mi vida, del que no puedo prescindir?,
¿es el Señor o es otro? Después, entrando en la gruta, individuando en la
tierna pobreza del Niño una nueva fragancia de vida, la de la sencillez,
preguntémonos: ¿Necesito verdaderamente tantas cosas, tantas recetas
complicadas para vivir? ¿Soy capaz de prescindir de tantos complementos
superfluos, para elegir una vida más sencilla? En Belén, junto a Jesús, vemos
gente que ha caminado, como María, José y los pastores. Jesús es el Pan del
camino. No le gustan las digestiones pesadas, largas y sedentarias, sino que
nos pide levantarnos rápidamente de la mesa para servir, como panes partidos
por los demás. Preguntémonos: En Navidad, ¿parto mi pan con el que no lo tiene?
2. Después de Belén
casa de pan, reflexionemos sobre Belén ciudad de David. Allí David, que era un
joven pastor, fue elegido por Dios para ser pastor y guía de su pueblo. En
Navidad, en la ciudad de David, los que acogen a Jesús son precisamente los
pastores. En aquella noche —dice el Evangelio— «se llenaron de gran temor» (Lc
2,9), pero el ángel les dijo: «No temáis» (v. 10). Resuena muchas veces en el
Evangelio este no temáis: parece el estribillo de Dios que busca al hombre.
Porque el hombre, desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene miedo
de Dios: «me dio miedo […] y me escondí» (Gn 3,10), dice Adán después del
pecado. Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del hombre, allí
Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y para que su
presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno. No temáis: no se lo dice a
los santos, sino a los pastores, gente sencilla que en aquel tiempo no se
distinguía precisamente por la finura y la devoción. El Hijo de David nace
entre pastores para decirnos que nadie estará jamás solo; tenemos un Pastor que
vence nuestros miedos y nos ama a todos, sin excepción.
Los pastores de
Belén nos dicen también cómo ir al encuentro del Señor. Ellos velan por la
noche: no duermen, sino que hacen lo que Jesús tantas veces nos pedirá: velar
(cf. Mt 25,13; Mc 13,35; Lc 21,36). Permanecen vigilantes, esperan despiertos
en la oscuridad, y Dios «los envolvió de claridad» (Lc 2,9). Esto vale también
para nosotros. Nuestra vida puede ser una espera, que también en las noches de
los problemas se confía al Señor y lo desea; entonces recibirá su luz. Pero
también puede ser una pretensión, en la que cuentan solo las propias fuerzas y
los propios medios; sin embargo, en este caso el corazón permanece cerrado a la
luz de Dios. Al Señor le gusta que lo esperen y no es posible esperarlo en el
sofá, durmiendo. De hecho, los pastores se mueven: «fueron corriendo», dice el
texto (v. 16). No se quedan quietos como quien cree que ha llegado a la meta y
no necesita nada, sino que van, dejan el rebaño sin custodia, se arriesgan por
Dios. Y después de haber visto a Jesús, aunque no eran expertos en el hablar,
salen a anunciarlo, tanto que «todos los que lo oían se admiraban de lo que les
habían dicho los pastores» (v. 18).
Esperar despiertos,
ir, arriesgar, comunicar la belleza: son gestos de amor. El buen Pastor, que en
Navidad viene para dar la vida a las ovejas, en Pascua le preguntará a Pedro, y
en él a todos nosotros, la cuestión final: «¿Me amas?» (Jn 21,15). De la respuesta
dependerá el futuro del rebaño. Esta noche estamos llamados a responder, a
decirle también nosotros: “Te amo”. La respuesta de cada uno es esencial para
todo el rebaño.
«Vayamos, pues, a
Belén» (Lc 2,15): así lo dijeron y lo hicieron los pastores. También nosotros,
Señor, queremos ir a Belén. El camino, también hoy, es en subida: se debe
superar la cima del egoísmo, es necesario no resbalar en los barrancos de la
mundanidad y del consumismo. Quiero llegar a Belén, Señor, porque es allí donde
me esperas. Y darme cuenta de que tú, recostado en un pesebre, eres el pan de
mi vida. Necesito la fragancia tierna de tu amor para ser, yo también, pan
partido para el mundo. Tómame sobre tus hombros, buen Pastor: si me amas, yo
también podré amar y tomar de la mano a los hermanos. Entonces será Navidad,
cuando podré decirte: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (cf. Jn
21,17).
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