EL NACIMIENTO DE UN DIOS
QUE TOCA A NUESTRAS
PUERTAS
Fr. Michael A.
Perry, OFM
Carísimos hermanos y hermanas, ¡El Señor
nacido en medio de nosotros les regale su Paz!
Por su
amor infinito Dios quiso asumir nuestra naturaleza humana con todas las implicaciones
de esta opción. Nació en la más grande humildad, de una mujer pobre y en un lugar
pobre, lejos de su casa, porque sus padres estaban de viaje para cumplir las exigencias
administrativas impuestas por las autoridades de su tiempo. Todavía recién nacido
se vio obligado a vivir en la condición de prófugo en Egipto (cfr. Mt 2,13-15): el único entre los evangelistas
que narra este acontecimiento es Mateo, mediante el género literario de la teología
del éxodo.
Egipto, en efecto, representaba el lugar de refugio para los perseguidos
o para los que se encontraban en dificultades, víctimas de carestías o del hambre:
a este propósito son ejemplares las figuras de Jeroboam (cfr. 1Re 11,40) y Urías (cfr. Jer 26,21), como también la familia de Jacob,
forzada a abandonar el país de Canaán acosada por la carestía (cfr. Gn 46,8ss).
La teología
del éxodo permea la revelación de Jesús, que se presenta como Dios liberador “el
que es” (cfr. Jn 8,28). En especial
es el evangelista Juan quien nos ofrece esta posibilidad hermenéutica porque plasma
la teología de su Evangelio basándose en la revelación de Dios mismo a Moisés (cfr.
Ex 3,14). El Dios que se hizo carne en
medio de su pueblo, es Aquel que sigue estando a la escucha del grito de sus hijos
e hijas, cuya vida está amenazada. En la teología del éxodo encontramos tradiciones
diversas que seguramente reflejan acontecimientos concretos. En ellas siempre está
presente Dios y es el protagonista de la historia. Él escucha el grito de su pueblo,
baja para mirar de cerca su sufrimiento y lo hace salir de Egipto, liberándolo de
su esclavitud (cfr. Ex 20,2).
He ahí
por qué la experiencia del éxodo puede considerarse como el paradigma de las situaciones
más diversas de tantos pueblos forzados a huir de su propia patria para sustraerse
a las amenazas contra su propia vida, al hambre, a la violencia, a las persecuciones,
a las guerras y a los conflictos armados, o incluso por otros motivos.
Jesús,
presentado como “nuevo Moisés” (cfr. Hb 3,1-6),
es guía del pueblo de Dios y nuevo legislador (cfr. Mc 12,8-34; Mt 22,34-40; Lc 10, 25-28; Mt 7,12). Mateo además vincula la historia del pueblo de Israel, en
la cual se revela el actuar concreto de Dios, con la historia del “nuevo pueblo
de Israel”, donde se manifiesta el actuar real y concreto de Jesucristo resucitado,
en la Iglesia y en el mundo (cfr. Mt 19,28;
28,20).
En la
narración lucana, Jesús nace en Belén, en un momento histórico muy concreto, a saber,
cuando César Augusto es emperador en Roma y Quirino gobernador de Siria. Lucas dice
que el Niño recién nacido es depositado “en un pesebre, porque no había sitio para
ellos en el albergue” (Lc 2,7). Los pastores
que están en las cercanías (cfr. Lc 2,8-17)
ven una estrella que los guía hasta la Luz del mundo: una estrella de esperanza
para los pobres, para los humildes, para los simples trabajadores y para todos los
que están en las tinieblas.
También
san Francisco quiso revivir la concretes de la Navidad, recreando el ambiente frío,
desprovisto de cuna, de asientos y de puertas, pero caldeado por la presencia, junto
al pesebre, de un buey y de un asno. El Santo de Asís quería ver, tocar y contemplar
al Dios que decidió venir a habitar en medio de sus hijos e hijas para ofrecerles
la plenitud de la vida. Y desde Greccio resuena el feliz y gozoso anuncio: toda
la humanidad puede vivir realmente, puede gozar y festejar con sus propios seres
queridos, con los amigos y con toda la creación. El nacimiento de Jesús es misterio
de amor, de gracia y de liberación, compendio de la fuerza del actuar de Dios en
el mundo.
También
el beato Juan Duns Escoto, a través de su reflexión teológica enseña que la razón
de la encarnación del Hijo de Dios no puede ser simplemente el pecado del hombre:
tal interpretación, en efecto, se arriesgaría a limitar la voluntad del Creador,
que consiste en el deseo que Dios alimenta de amar a sus hijos y entrar en comunión
con ellos (cfr. Reportata Parisiensia, en
III Sent.). He ahí por qué Jesús es presentado como “Summum Opus Dei”, la plena
manifestación del amor trinitario hacia el ser humano. La acción de Jesús, en efecto,
ha revelado un amor divino incondicional y abierto a todos, cifra de la voluntad
salvífica universal de Dios.
Sin embargo,
el Salvador del mundo llegó en medio de los suyos, pero no fue acogido, sino por
María, José, los animales y los pastores. La constricción a abandonar su patria
es un primer anticipo de todas las adversidades que tendría que afrontar después.
La narración de Mateo (cfr. Mt 2,13-15)
identifica en los representantes del poder político a los propugnadores de las nuevas
amenazas a Jesús. Pero todos sabemos que el político de turno está respaldado y
sostenido por grupos de poder, si no por enteras sociedades. Tales amenazas a Jesús
nos hablan de indiferencia, de temores torcidos y de confusas formas de egoísmo
que se traducen en la necesidad de generar enemigos para combatirlos.
En nuestro
tiempo muchos niños son forzados a huir de su país donde son pisoteados sus sagrados
derechos a una vida sana, a una familia unida, a una educación de calidad, a crecer
en una sociedad capaz de acoger, de ofrecer y exigir respeto, además de crear oportunidades
para todos. Todos los niños deberían nacer y crecer en sociedades capaces de vivir
el amor, la solidaridad, la corresponsabilidad, la justicia y la paz. Para que esto
sea posible se necesita una mirada profunda rebosante de humanidad. Estamos llamados
a mirar a las personas como son realmente: “imagen y semejanza” de Dios que nos
ha creado “por su verdadero y santo amor” (cfr. Rnb 23,1-3).
Por desgracia
muchas sociedades del mundo de hoy no son capaces de esta mirada. Al contrario,
se difunde cada vez más la indiferencia respecto al otro (cfr. EG 54), enmascarada en vacíos discursos y
totalmente privada de compromiso real. La humanidad misma que proclama el progreso
termina olvidándose del ser humano, o en el mejor de los casos, lo pone en un segundo
plano. La defensa exacerbada y exclusiva de los propios intereses y rendimientos,
por parte, tanto de grupos sociales como de individuos, amplía y hace crecer los
límites de los conflictos y hace converger hacia una sola conclusión que podríamos
expresar así: “Yo estoy en lo bueno y el otro en lo malo, yo soy el amigo y el otro
es el enemigo; yo vivo el amor y el otro vive el odio”.
De hecho,
muchos pueblos y naciones se encierran en sí mismos y se aseguran dentro de sus
propias murallas para protegerse de todo presunto enemigo. Esta práctica, provocada
por un sentido de protección, conduce al aislamiento e impide que se promueva el
desarrollo de cada uno de sus miembros, cierra a todos la posibilidad de disfrutar
de oportunidades de mejoramiento y obstruye el camino para asumir las propias responsabilidades
en el respeto recíproco (cfr. EG 186-192).
Por otra parte, pocos gobernantes y sociedades recuerdan lo acontecido en el pasado
con sus propios coterráneos, forzados a migrar para sustraerse a situaciones de
violencia, persecución, hambre, guerras y conflictos internos. Sin embargo, la mayoría
tiende a cerrar las fronteras, a no dejar pasar a las personas que huyen y migran
con la esperanza de encontrar una nueva posibilidad de vivir, de saciar su hambre
y poder así recomenzar a vivir con la dignidad básica necesaria.
Desgraciadamente,
con mucho dolor tenemos que escuchar por parte de nuestros gobernantes o de sus
representantes, discursos en los que sostienen que los inmigrantes y los refugiados
son fuente de amenaza porque son considerados ladrones, malvivientes, enemigos o
terroristas, a veces incluso son comparados vergonzosamente con los animales. Y
esto no puede sino fomentar el miedo del otro y del diferente, y encender la mecha
de la rabia que luego se transforma en odio, porque el otro viene a perturbarnos
en nuestra “zona de confort”. En realidad, todo esto es la señal clara de que nos
encontramos frente a sociedades “en crisis”, como afirman muchos pensadores contemporáneos.
Lo que nos espanta, además de la falta de humanidad de estas actitudes, es el hecho
de que la mayor parte de la gente se queda en silencio frente a esto, haciéndose
cómplice; o aún, a veces alguien llega incluso a aplaudir a sus propios gobernantes
y a votar por semejantes representantes. Y estos gobernantes se convierten en fuente
de inspiración y de ejemplo para otros; a menudo los medios de comunicación masiva
enfatizan todo esto y casi siempre termina por ocultarse la verdad, que es precisamente
lo que quieren muchos políticos.
Entre
las graves incoherencias de los países llamados desarrollados, que cierran sus fronteras
a los migrantes y a los refugiados, está también el silencio o la complicidad para
con la industria bélica. Aun sabiendo que millones de personas, entre ellas numerosísimos
niños, deben escapar a causa de los conflictos armados, se siguen permitiendo o
incluso se favorece la producción y la exportación de las armas.
Carísimos
hermanos y hermanas, es tiempo de dar una respuesta humana, cristiana y franciscana
a la situación de los migrantes y de los refugiados de hoy. Quizás debamos preguntarnos
si realmente nos damos cuenta de lo que significa vivir por años sin esperanza
en un campo de refugiados (como sucede en Kenia, en Sudán del Sur y en otras partes)
y lo que significa encontrarse frente a un muro que impide el camino, o frente a
una alambrada de púas que denuncia la crudeza y el carácter despiadado de la exclusión,
de la indiferencia y de la autorreferncialidad.
No olvidemos
nunca lo que el Papa Francisco dijo durante su memorable visita a Lampedusa: “La
globalización de la indiferencia nos hace “innominados”, responsables anónimos y
sin rostro. “Adán, ¿dónde estás?”, “¿Dónde está tu hermano?”, son las preguntas
que Dios hace al principio de la humanidad y que dirige también a todos los hombres
de nuestro tiempo, también a nosotros. […] Herodes sembró muerte (cfr. Mt 2,16)
para defender su propio bienestar, su propia pompa de jabón. Y esto se sigue repitiendo…
Pidamos al Señor que quite lo que haya quedado de Herodes en nuestro corazón; pidamos
al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad
que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman
decisiones socioeconómicas que hacen posibles dramas como éste…”.
Finalmente quisiera
recordar lo afirmado por el Consejo Plenario de la Orden 2018: “Como seres humanos
y como franciscanos nos sentimos profundamente tocados e involucrados por las esperanzas,
los anhelos y los sufrimientos de tantos migrantes y refugiados. Según el ejemplo
de Cristo y en el espíritu de san Francisco, que nos invita a estar alegres cuando
vivimos “entre gente baja y despreciada, entre pobres y débiles, entre enfermos
y leprosos, y con los mendigos de la calle” (cfr. Rnb 9,2), sabemos que debemos
acogerlos y recibirlos con cortesía y generosidad” (CPO 2018,119)
Jesús,
nacido en Belén, fue forzado a huir y a migrar. Hoy él está presente en cada migrante
y en cada refugiado: es también Él quien toca con insistencia a la puerta de nuestras
sociedades llamadas cristianas, o por lo menos de cultura cristiana. El Niño Jesús
nos muestra el camino que puede conducir a un futuro de paz, es decir, de acogida,
de diálogo y de apertura mutua, que nos pueda enriquecer recíprocamente.
Dios,
que ha acompañado a su pueblo en el éxodo, acompaña ahora a los migrantes y a
los refugiados en su búsqueda de protección y de libertad. El mensaje de la Navidad
nos invita a abrir nuestros corazones y nuestras casas a nuestros hermanos y hermanas
que se encuentran lejos de su país, ofreciéndoles cercanía y solidaridad. El mensaje
de la Navidad nos invita a no rechazar jamás a ninguno por miedo o por odio.
El Salvador, que se hizo uno de nosotros,
¡ilumine
el camino de los que son forzados a migrar y nos haga gozosos contemplando su rostro
en los hermanos y hermanas que sufren, lloran y desean una vida más humana!
¡Feliz Navidad!
Roma, 12 de diciembre de 2018
Fiesta de la Virgen de Guadalupe
Prot. 108633
Fr. Michael A.
Perry, OFM
Ministro general y Siervo