Pestaña

lunes, 1 de abril de 2024

Mensaje URBI ET ORBI del Santo Padre Francisco

   Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

   Hoy resuena en todo el mundo el anuncio que salió hace dos mil años desde Jerusalén: “Jesús Nazareno, el Crucificado, ha resucitado” (cf. Mc 16,6).

   La Iglesia revive el asombro de las mujeres que fueron al sepulcro al amanecer del primer día de la semana. La tumba de Jesús había sido cerrada con una gran piedra; y así también hoy hay rocas pesadas, demasiado pesadas, que cierran las esperanzas de la humanidad: la roca de la guerra, la roca de las crisis humanitarias, la roca de las violaciones de los derechos humanos, la roca del tráfico de personas, y otras más. También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús, nos preguntamos unos a otros: “¿Quién nos correrá estas piedras?” (cf. Mc 16,3).

   Y he aquí el gran descubrimiento de la mañana de Pascua: la piedra, aquella piedra tan grande, ya había sido corrida. El asombro de las mujeres es nuestro asombro. La tumba de Jesús está abierta y vacía. A partir de ahí comienza todo. A través de ese sepulcro vacío pasa el camino nuevo, aquel que ninguno de nosotros sino sólo Dios pudo abrir: el camino de la vida en medio de la muerte, el camino de la paz en medio de la guerra, el camino de la reconciliación en medio del odio, el camino de la fraternidad en medio de la enemistad.

   Hermanos y hermanas, Jesucristo ha resucitado, y sólo Él es capaz de quitar las piedras que cierran el camino hacia la vida. Más aún, Él mismo, el Viviente, es el Camino; el Camino de la vida, de la paz, de la reconciliación, de la fraternidad. Él nos abre un pasaje que humanamente es imposible, porque sólo Él quita el pecado del mundo y perdona nuestros pecados. Y sin el perdón de Dios esa piedra no puede ser removida. Sin el perdón de los pecados no es posible salir de las cerrazones, de los prejuicios, de las sospechas recíprocas o de las presunciones que siempre absuelven a uno mismo y acusan a los demás. Sólo Cristo resucitado, dándonos el perdón de los pecados, nos abre el camino a un mundo renovado.

   Sólo Él nos abre las puertas de la vida, esas puertas que cerramos continuamente con las guerras que proliferan en el mundo. Hoy dirigimos nuestra mirada ante todo a la Ciudad Santa de Jerusalén, testigo del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, y a todas las comunidades cristianas de Tierra Santa.

   Mi pensamiento se dirige principalmente a las víctimas de tantos conflictos que están en curso en el mundo, comenzando por los de Israel y Palestina, y en Ucrania. Que Cristo resucitado abra un camino de paz para las martirizadas poblaciones de esas regiones. A la vez que invito a respetar de los principios del derecho internacional, hago votos por un intercambio general de todos los prisioneros entre Rusia y Ucrania: ¡todos por todos!

   Además, reitero el llamamiento para que se garantice la posibilidad del acceso de ayudas humanitarias a Gaza, exhortando nuevamente a la rápida liberación de los rehenes secuestrados el pasado 7 de octubre y a un inmediato alto el fuego en la Franja.

   No permitamos que las hostilidades en curso continúen afectando gravemente a la población civil, ya de por sí extenuada, y principalmente a los niños. Cuánto sufrimiento vemos en los ojos de los niños: ¡han olvidaron de sonreír esos niños en aquellas tierras de guerra! Con su mirada nos preguntan: ¿por qué? ¿Por qué tanta muerte? ¿Por qué tanta destrucción? La guerra es siempre un absurdo, la guerra es siempre una derrota. No permitamos que los vientos de la guerra soplen cada vez más fuertes sobre Europa y sobre el Mediterráneo. Que no se ceda a la lógica de las armas y del rearme. La paz no se construye nunca con las armas, sino tendiendo la mano y abriendo el corazón.

   Hermanos y hermanas, no nos olvidemos de Siria, que lleva trece años sufriendo las consecuencias de una guerra larga y devastadora. Muchísimos muertos, personas desaparecidas, tanta pobreza y destrucción esperan respuestas por parte de todos, también de la Comunidad internacional.

   Mi mirada se dirige hoy de modo especial al Líbano, afectado desde hace tiempo por un bloqueo institucional y por una profunda crisis económica y social, agravados ahora por las hostilidades en la frontera con Israel. Que el Resucitado consuele al amado pueblo libanés y sostenga a todo el país en su vocación a ser una tierra de encuentro, convivencia y pluralismo.

   Mi pensamiento se orienta en particular a la Región de los Balcanes Occidentales, donde se están dando pasos significativos hacia la integración en el proyecto europeo. Que las diferencias étnicas, culturales y confesionales no sean causa de división, sino fuente de riqueza para toda Europa y para el mundo entero.

   Asimismo, aliento las conversaciones entre Armenia y Azerbaiyán para que, con el apoyo de la Comunidad internacional, puedan proseguir el diálogo, ayudar a las personas desplazadas, respetar los lugares de culto de las diversas confesiones religiosas y llegar cuanto antes a un acuerdo de paz definitivo.

   Que Cristo resucitado abra un camino de esperanza a las personas que en otras partes del mundo sufren a causa de la violencia, los conflictos y la inseguridad alimentaria, como también por los efectos del cambio climático. Que el Señor dé consuelo a las víctimas de cualquier forma de terrorismo. Recemos por los que han perdido la vida e imploremos el arrepentimiento y la conversión de los autores de estos crímenes.

   Que el Resucitado asista al pueblo haitiano, para que cese cuanto antes la violencia que lacera y ensangrienta el país, y pueda progresar en el camino de la democracia y la fraternidad.

   Que conforte a los Rohinyá, afligidos por una grave crisis humanitaria, y abra el camino de la reconciliación en Myanmar, país golpeado desde hace años por conflictos internos, para que se abandone definitivamente toda lógica de violencia.

   Que el Señor abra vías de paz en el continente africano, especialmente para las poblaciones exhaustas en Sudán y en toda la región del Sahel, en el Cuerno de África, en la región de Kivu en la República Democrática del Congo y en la provincia de Cabo Delgado en Mozambique, y ponga fin a la prolongada situación de sequía que afecta a amplias zonas y provoca carestía y hambre.

   Que el Resucitado haga resplandecer su luz sobre los migrantes y sobre todos aquellos que están atravesando un período de dificultad económica, brindándoles consuelo y esperanza en los momentos de necesidad. Que Cristo guíe a todas las personas de buena voluntad a unirse en la solidaridad, para afrontar juntos los numerosos desafíos que conciernen a las familias más pobres en su búsqueda de una vida mejor y de la felicidad.

   En este día en que celebramos la vida que se nos da en la resurrección del Hijo, recordamos el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, un amor que supera todo límite y toda debilidad. Y, sin embargo, con cuánta frecuencia se desprecia el don precioso de la vida. ¿Cuántos niños ni siquiera pueden ver la luz? ¿Cuántos mueren de hambre o carecen de cuidados esenciales o son víctimas de abusos y violencia? ¿Cuántas vidas se compran y se venden por el creciente comercio de seres humanos?

   Hermanos y hermanas, en el día en que Cristo nos ha liberado de la esclavitud de la muerte, exhorto a cuantos tienen responsabilidades políticas para que no escatimen esfuerzos en combatir el flagelo de la trata de seres humanos, trabajando incansablemente para desmantelar sus redes de explotación y conducir a la libertad a quienes son sus víctimas. Que el Señor consuele a sus familias, sobre todo a las que esperan ansiosamente noticias de sus seres queridos, asegurándoles conforto y esperanza.

   Que la luz de la resurrección ilumine nuestras mentes y convierta nuestros corazones, haciéndonos conscientes del valor de toda vida humana, que debe ser acogida, protegida y amada.

¡Feliz Pascua a todos!