Oración por el Sínodo de Obispos
Vaticano, 28 de agosto 2021
San Agustín
San Agustín
Prot. N. 210207
Queridos hermanos y hermanas llamados a la vida monástica y contemplativa, el Santo Padre Francisco en su Magisterio ha recordado a menudo a toda la Iglesia la necesidad y la belleza de «caminar juntos», iniciando un proceso sinodal que involucre «todos los niveles de la vida de la Iglesia» (Documento sobre el proceso sinodal, 3). El Papa afirma que «el camino de la sinodalidad es lo que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio» (Discurso del Santo Padre Francisco en conmemoración del 50° aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015). Concretamente, se trata de un proceso sinodal que se abrirá en las Iglesias particulares a partir de octubre del 2021 para concluir en octubre del 2023, con la celebración del Sínodo de los Obispos en Roma (cf. Documento sobre el proceso sinodal).
Me dirijo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, ante el inminente paso tan decisivo para la Iglesia en nuestro tiempo, porque, con vuestra preciosa vocación que enriquece toda la comunidad eclesial, sois custodios y testigos de realidades fundamentales para el proceso sinodal que el Santo Padre nos invita a realizar. Considero que hay tres palabras, centrales en la vida monástica y contemplativa, que custodiáis en la vida de la Iglesia y en el compartir con las hermanas y hermanos: escucha, conversión y comunión.
En primer lugar, «la escucha». El Santo Padre en su discurso ya citado, afirma que «una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, consciente de que escuchar "es más que oír"». La vida monástica y contemplativa ha puesto siempre al centro la experiencia de la escucha, hasta el punto de que a menudo las reglas monásticas de las distintas tradiciones, no son más que recopilaciones de expresiones bíblicas y evangélicas, para afirmar que la vida monástica y contemplativa es una «encamación» de la Palabra de Dios escuchada, meditada e interiorizada. No podemos dejar de referimos a este respecto al comienzo de la Regla de San Benito, el padre del monacato occidental: «¡Escucha, hijo!». (RB, Prólogo). Esta invitación a la escucha impregna toda vuestra vida, empezando por la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras y terminando por la escucha de los hermanos y hermanas de la comunidad, y de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Justamente porque es «más que oír» físicamente, a escuchar, se aprende. Vuestra vida es una escuela de escucha en el que la asiduidad de las Escrituras, «como un niño que se nutre del pecho de su madre» (Efrén de Siria), nos enseña también a escuchar profundamente a nosotros mismos, a los demás y a Dios. La propia hospitalidad, tan común en las comunidades monásticas y contemplativas, es una experiencia de acogida y escucha, que encuentra su fuente en la frecuentación de las Escrituras en la lectio divina y en otros enfoques espirituales a la Palabra de Dios.
El segundo término del vocabulario que caracteriza vuestras vidas y que me gustaría destacar es «conversión». El Santo Padre afirma que «caminar juntos - Laicos, Pastores, Obispo de Roma - es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no tan fácil de poner en práctica». Un verdadero camino sinodal no puede prescindir de la voluntad de dejarse convertir por la escucha de la Palabra y de la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. La vida monástica y contemplativa recuerda a toda la Iglesia que la invitación a la conversión está en el corazón del mismo anuncio de Jesús, que recorría las aldeas de Galilea diciendo: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt. 4,17). El Bautismo, vocación fundamental para cada discípulo del Señor, al fin y al cabo es la primera conversión que el Espíritu ha obrado en nuestros corazones, pero toda la vida cristiana, para ser auténtica, necesita permanecer abierta al camino de la conversión a Dios y a su Palabra. Incluso desde un punto de vista puramente humano, sabemos que la verdadera escucha requiere también una conversión mutua, que nos lleve a dejar nuestras seguridades y a entrar en el terreno difícil pero indispensable del diálogo. En vuestra experiencia de vida comunitaria, en la que la sinodalidad debería ser un elemento fundamental, conocéis bien no sólo la «belleza» de caminar juntos, sino también las inevitables dificultades y las posibles heridas. Por esto, también para el proceso sinodal sugerido por el Santo Padre a la Iglesia universal, vosotros sois «expertos» en un estado de conversión, tanto en los aspectos positivos como en las dificultades que no deben desanimar, sino que han de vivirse con verdadero espíritu de fe y esperanza.
La tercera palabra que tiene para todos es «comunión». El Papa insiste en esta dimensión también en referencia a su propio servicio como Obispo de Roma. Él afirma: «el hecho de que el Sínodo actúe siempre cum Petroy sub Petro (...) no es una limitación de la libertad, sino una garantía de unidad». Vuestras vidas también lo testimonian: el objetivo de la escucha y la conversión es la comunión. En vuestras comunidades sabéis bien que la comunión es también el criterio último de discernimiento y verificación del camino sinodal. Pensemos en el relato de los dos viajeros de Emaús, abordados por el Señor en el camino de su decepción y de su regresión (cf. Lc. 24,13-35). El episodio lucano termina con una escena de «verificación eclesial» que marca el punto de llegada del relato: «Salieron sin demora y volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los once reunidos y a los demás que estaban con ellos, y que decían: “¡De verdad el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” » (Lc. 24,33-34). La comunión eclesial es el sello de discernimiento y verificación del camino sinodal. Con vuestra vida comunitaria, dais testimonio de la verdad de esta afirmación que podemos extraer de la historia de Emaús. De hecho, en la vida comunitaria, propia de la vida religiosa, se experimenta cómo la comunión, que no coincide con la uniformidad, es efectivamente el criterio para verificar un auténtico camino compartido en una perspectiva de fe.
Pero el motivo que me impulsa a escribiros, cuando nos acercamos a la apertura del proceso sinodal en octubre próximo, tiene que ver con otra palabra que pertenece a las cuerdas más profundas de vuestra vocación: «la oración». Un término que está profundamente ligado a los otros tres que acabamos de abordar. El Santo Padre Francisco repite a menudo: «¡rezad por mí!». Hoy os pido, interpretando el sentido que el Papa quiere dar al camino sinodal: «¡rezad por el Sínodo!» Si el camino sinodal no es ante todo un camino eclesial de amor, en el Padre por Cristo en el Espíritu, ciertamente no dará los frutos esperados. La oración es el encuentro dinámico del amor en el Dios Trino: en la unidad multiforme que nos impulsa al testimonio vivo. El Santo Padre Francisco, en la Evangelii Gaudium, a propósito de la evangelización, recomienda estar «bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma» (EG, 259). Hay un ministerio de alabanza y oración del que vosotros sois un signo vivo en la Iglesia. El salmista, en el Salmo 134, invita a los levitas y a los sacerdotes del templo de Jerusalén a bendecir al Señor «día y noche», a levantar sus manos en una oración incesante. Hay personas que, elegidas de entre el pueblo, tienen la tarea de no abandonar nunca, ni de día, ni de noche, el ministerio de la oración y la alabanza en el templo del Señor. Los sacerdotes y los levitas no ocupan el lugar del pueblo en el servicio de Dios, sino que son un signo vivo de la alabanza perenne que se eleva sin cesar al Altísimo por parte de los fieles, aunque no estén presentes en el templo. Israel es «un pueblo de sacerdotes». El Señor dice a Moisés: «Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex. 19,6). Por lo tanto, todo el pueblo tiene la tarea en medio de la humanidad de ser «mediadores» con Dios y de elevar alabanzas dirigidas a él. Sin embargo, dentro del pueblo hay algunos que tienen la tarea de expresar y manifestar esta dimensión que pertenece a todo Israel y su misión en medio de todas las naciones. A la luz de este texto podemos comprender el valor auténtico del ministerio de la oración y de la alabanza del que sois custodios por vocación: tenéis la tarea en la comunidad de desempeñar el ministerio de la oración, de la intercesión y de la bendición. En esta fase del proceso sinodal, no os pido que recéis en lugar de los demás hermanos y hermanas, sino que estéis atentos a la dimensión espiritual del camino que emprenderemos, para poder discernir la acción de Dios en la vida de la Iglesia universal y de cada una de las Iglesias particulares. Sed para todos, como los levitas y sacerdotes del Salmo, «ministros de la oración» que recuerdan a todos en la alabanza y la intercesión que sin comunión con Dios no puede haber comunión entre nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, he querido dirigirme a vosotros en este momento en que nos preparamos para iniciar el proceso sinodal para pediros que seáis custodios para todos «del pulmón de la oración» (EG, 262). Seguramente no faltará vuestra contribución en otros aspectos de los diversos momentos de nuestro camino sinodal, pero vuestra vocación nos ayuda, aunque sea sólo con su presencia, a ser una Iglesia que escucha la Palabra, capaz de dejar que el Espíritu convierta su corazón, «que persevera en la comunión y en la oración» (cf. Hch. 2,42).
Fraternalmente:
En primer lugar, «la escucha». El Santo Padre en su discurso ya citado, afirma que «una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, consciente de que escuchar "es más que oír"». La vida monástica y contemplativa ha puesto siempre al centro la experiencia de la escucha, hasta el punto de que a menudo las reglas monásticas de las distintas tradiciones, no son más que recopilaciones de expresiones bíblicas y evangélicas, para afirmar que la vida monástica y contemplativa es una «encamación» de la Palabra de Dios escuchada, meditada e interiorizada. No podemos dejar de referimos a este respecto al comienzo de la Regla de San Benito, el padre del monacato occidental: «¡Escucha, hijo!». (RB, Prólogo). Esta invitación a la escucha impregna toda vuestra vida, empezando por la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras y terminando por la escucha de los hermanos y hermanas de la comunidad, y de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Justamente porque es «más que oír» físicamente, a escuchar, se aprende. Vuestra vida es una escuela de escucha en el que la asiduidad de las Escrituras, «como un niño que se nutre del pecho de su madre» (Efrén de Siria), nos enseña también a escuchar profundamente a nosotros mismos, a los demás y a Dios. La propia hospitalidad, tan común en las comunidades monásticas y contemplativas, es una experiencia de acogida y escucha, que encuentra su fuente en la frecuentación de las Escrituras en la lectio divina y en otros enfoques espirituales a la Palabra de Dios.
El segundo término del vocabulario que caracteriza vuestras vidas y que me gustaría destacar es «conversión». El Santo Padre afirma que «caminar juntos - Laicos, Pastores, Obispo de Roma - es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no tan fácil de poner en práctica». Un verdadero camino sinodal no puede prescindir de la voluntad de dejarse convertir por la escucha de la Palabra y de la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. La vida monástica y contemplativa recuerda a toda la Iglesia que la invitación a la conversión está en el corazón del mismo anuncio de Jesús, que recorría las aldeas de Galilea diciendo: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt. 4,17). El Bautismo, vocación fundamental para cada discípulo del Señor, al fin y al cabo es la primera conversión que el Espíritu ha obrado en nuestros corazones, pero toda la vida cristiana, para ser auténtica, necesita permanecer abierta al camino de la conversión a Dios y a su Palabra. Incluso desde un punto de vista puramente humano, sabemos que la verdadera escucha requiere también una conversión mutua, que nos lleve a dejar nuestras seguridades y a entrar en el terreno difícil pero indispensable del diálogo. En vuestra experiencia de vida comunitaria, en la que la sinodalidad debería ser un elemento fundamental, conocéis bien no sólo la «belleza» de caminar juntos, sino también las inevitables dificultades y las posibles heridas. Por esto, también para el proceso sinodal sugerido por el Santo Padre a la Iglesia universal, vosotros sois «expertos» en un estado de conversión, tanto en los aspectos positivos como en las dificultades que no deben desanimar, sino que han de vivirse con verdadero espíritu de fe y esperanza.
La tercera palabra que tiene para todos es «comunión». El Papa insiste en esta dimensión también en referencia a su propio servicio como Obispo de Roma. Él afirma: «el hecho de que el Sínodo actúe siempre cum Petroy sub Petro (...) no es una limitación de la libertad, sino una garantía de unidad». Vuestras vidas también lo testimonian: el objetivo de la escucha y la conversión es la comunión. En vuestras comunidades sabéis bien que la comunión es también el criterio último de discernimiento y verificación del camino sinodal. Pensemos en el relato de los dos viajeros de Emaús, abordados por el Señor en el camino de su decepción y de su regresión (cf. Lc. 24,13-35). El episodio lucano termina con una escena de «verificación eclesial» que marca el punto de llegada del relato: «Salieron sin demora y volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los once reunidos y a los demás que estaban con ellos, y que decían: “¡De verdad el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” » (Lc. 24,33-34). La comunión eclesial es el sello de discernimiento y verificación del camino sinodal. Con vuestra vida comunitaria, dais testimonio de la verdad de esta afirmación que podemos extraer de la historia de Emaús. De hecho, en la vida comunitaria, propia de la vida religiosa, se experimenta cómo la comunión, que no coincide con la uniformidad, es efectivamente el criterio para verificar un auténtico camino compartido en una perspectiva de fe.
Pero el motivo que me impulsa a escribiros, cuando nos acercamos a la apertura del proceso sinodal en octubre próximo, tiene que ver con otra palabra que pertenece a las cuerdas más profundas de vuestra vocación: «la oración». Un término que está profundamente ligado a los otros tres que acabamos de abordar. El Santo Padre Francisco repite a menudo: «¡rezad por mí!». Hoy os pido, interpretando el sentido que el Papa quiere dar al camino sinodal: «¡rezad por el Sínodo!» Si el camino sinodal no es ante todo un camino eclesial de amor, en el Padre por Cristo en el Espíritu, ciertamente no dará los frutos esperados. La oración es el encuentro dinámico del amor en el Dios Trino: en la unidad multiforme que nos impulsa al testimonio vivo. El Santo Padre Francisco, en la Evangelii Gaudium, a propósito de la evangelización, recomienda estar «bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma» (EG, 259). Hay un ministerio de alabanza y oración del que vosotros sois un signo vivo en la Iglesia. El salmista, en el Salmo 134, invita a los levitas y a los sacerdotes del templo de Jerusalén a bendecir al Señor «día y noche», a levantar sus manos en una oración incesante. Hay personas que, elegidas de entre el pueblo, tienen la tarea de no abandonar nunca, ni de día, ni de noche, el ministerio de la oración y la alabanza en el templo del Señor. Los sacerdotes y los levitas no ocupan el lugar del pueblo en el servicio de Dios, sino que son un signo vivo de la alabanza perenne que se eleva sin cesar al Altísimo por parte de los fieles, aunque no estén presentes en el templo. Israel es «un pueblo de sacerdotes». El Señor dice a Moisés: «Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex. 19,6). Por lo tanto, todo el pueblo tiene la tarea en medio de la humanidad de ser «mediadores» con Dios y de elevar alabanzas dirigidas a él. Sin embargo, dentro del pueblo hay algunos que tienen la tarea de expresar y manifestar esta dimensión que pertenece a todo Israel y su misión en medio de todas las naciones. A la luz de este texto podemos comprender el valor auténtico del ministerio de la oración y de la alabanza del que sois custodios por vocación: tenéis la tarea en la comunidad de desempeñar el ministerio de la oración, de la intercesión y de la bendición. En esta fase del proceso sinodal, no os pido que recéis en lugar de los demás hermanos y hermanas, sino que estéis atentos a la dimensión espiritual del camino que emprenderemos, para poder discernir la acción de Dios en la vida de la Iglesia universal y de cada una de las Iglesias particulares. Sed para todos, como los levitas y sacerdotes del Salmo, «ministros de la oración» que recuerdan a todos en la alabanza y la intercesión que sin comunión con Dios no puede haber comunión entre nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, he querido dirigirme a vosotros en este momento en que nos preparamos para iniciar el proceso sinodal para pediros que seáis custodios para todos «del pulmón de la oración» (EG, 262). Seguramente no faltará vuestra contribución en otros aspectos de los diversos momentos de nuestro camino sinodal, pero vuestra vocación nos ayuda, aunque sea sólo con su presencia, a ser una Iglesia que escucha la Palabra, capaz de dejar que el Espíritu convierta su corazón, «que persevera en la comunión y en la oración» (cf. Hch. 2,42).
Fraternalmente: