El próximo 2
de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, se celebrará la
Jornada Mundial de la Vida Consagrada, este año con el lema "La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido" ponemos a continuación el mensaje publicado por los obispos miembros
de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada y el material de la Jornada
Mensaje de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada
La historia de la vida consagrada se cuenta por sus siglos, sus personas y sus frutos: desde su nacimiento hasta hoy, el suyo es un caudal ininterrumpido de vida y esperanza para el mundo. Así lo experimentamos cada día cuando somos capaces de descubrir la presencia sencilla de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, fermento de Cristo en la masa de la humanidad. Y así lo recordamos con gratitud y compromiso cada 2 de febrero, fiesta de la Presentación de Jesús en el templo. Especialmente desde 1995, año en que san Juan Pablo II instituyó la Jornada de la Vida Consagrada con estas palabras:
La celebración de la Jornada de la Vida consagrada, que tendrá lugar por primera vez el próximo 2 de febrero, quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor (…).
A las personas consagradas, pues, quisiera repetir la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (Vita consecrata, n. 110)[1].
Rememoramos hoy estos párrafos iniciales del papa en su Mensaje para aquel 2 de febrero porque este año alcanzamos una fecha redonda: veinticinco años de celebración agradecida de la Jornada de la Vida Consagrada. Una fecha que nos permite echar la vista atrás para presentar junto al Señor en el templo todo lo que hemos trabajado, orado, sufrido y esperado durante este tiempo en medio de los hombres y mujeres de nuestro mundo. Una fecha que nos impulsa asimismo a emprender un nuevo tramo del camino, sabiendo que seguimos llevando las candelas del Resucitado; lámparas de fuego capaces de alumbrar cualquier oscuridad, cualquier incertidumbre.
En consonancia con la sensibilidad y el magisterio eclesial de nuestros días, la XXV Jornada de la Vida Consagrada lleva por lema «La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido». De un modo sencillo, el lema se hace eco, por un lado, de la condición llagada del ser humano y de la creación entera, en la que todos nos sentimos reconocidos y espoleados; por otro lado, evoca la vocación y misión de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, como signo visible de la verdad última del Evangelio, de la llamada perenne de Jesucristo y de la cercanía del Padre para con cada ser humano.
Todo ello bajo la luz de la parábola del buen samaritano, un icono bellísimo que el papa Francisco ha querido revisitar y compartir en su última encíclica, Fratelli tutti, proponiéndolo como faro y horizonte para toda la familia eclesial y humana, para todos aquellos que queremos bregar unidos y animosos al soplo del Espíritu de Cristo, aun en medio de tormentas desconocidas e inesperadas.
Dentro de esta barca samaritana que cruza los mares del siglo XXI, reman con singular ahínco consagrados de toda edad, procedencia, carisma y misión. Por ello, las palabras del papa resuenan hoy con un eco propio para las personas, comunidades y obras que viven y llevan adelante en medio del mundo una especial consagración:
Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: «He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. (…) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! (…) Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos»[2]. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos»[3].
Que vivimos «en un mundo herido» es una realidad constatable en todos los pueblos y en todas las etapas de la historia. Las «tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren»[4], recogidas por el Concilio Vaticano II en el inolvidable y vibrante comienzo de Gaudium et spes, son en realidad tristezas y angustias de hoy y de siempre.
En gran parte de nuestro planeta, la herida supura sin descanso, noche y día, más allá o más acá de los vaivenes de la política, la economía, la vida social, etc. Cómo olvidar atropellos y sufrimientos que ya se han vueltos crónicos, muchas veces gracias a la connivencia, el silencio, el olvido y la indolencia de cuantos vivimos alejados de quienes los padecen. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos, por más que muchos pasemos de largo, apremiados por tantas urgencias que no lo son tanto, como vamos descubriendo aún sin remediarlo.
A estos rostros que quizá ya no nos sobrecogen como deberían se unen hoy otros que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza: los afectados por la pandemia de la COVID-19, que se está cebando con los enfermos, los mayores y los más vulnerables; las víctimas de la degradación acelerada del planeta y de las catástrofes naturales, cada vez más violentas; los inmigrantes y refugiados, que huyen por miles del horror y no terminan de encontrar comprensión y cobijo en nuestras posadas; las familias rotas y enfrentadas, devastadas por la incomunicación y sacudidas por la violencia; las personas que han sido abusadas y violentadas en su dignidad y en sus derechos fundamentales, también por quienes deberían haberlas protegido y defendido con mayor celo; las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, que se ven desmoralizados e inermes en la búsqueda de una oportunidad o un trabajo que nunca llega, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado.
En todos esos rostros descartados se miran y se sienten llamados los con- sagrados; en todas esas cunetas de nuestra sociedad encuentran a Cristo se- diento, maltratado, abusado, extranjero, encarcelado; en todos esos abismos de la humanidad se arrodillan y se entregan, haciéndose prójimos de cada uno sin excepción. En su corazón misericordioso y misionero son parábola de la fraternidad humana.
Que la herida de este mundo no es definitiva ni será eterna también lo sabemos. La luz del Evangelio, que nos hermana como seres humanos en las llagas, también nos permite captar y cantar «los gozos y las esperanzas (…) de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren». No porque asumamos una visión ingenua de la vida, sino porque la vida de los que creemos queda transfigurada por las heridas del Crucificado-Resucitado.
Así, como san Pablo, podemos proclamar sin descanso: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios. Porque si es cierto que los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, también por Cristo rebosa nuestro consuelo» (1 Cor 2, 3-5).
Quienes son consagrados por el Señor para portar sus marcas en medio del mundo conocen las luchas y los dolores de la existencia en carne propia y ajena. Aprenden en la escuela de Cristo cómo acoger con profundidad y generosidad la fragilidad del día a día y el cáliz de angustia de las horas más amar- gas: las suyas y las de todos. Oran, piden y alaban al Dios de los pobres, que se compadece de sus hijos y los levanta hacia la Vida que no acaba. Con no poco sacrificio y mucha fe, tejen historias de vida común, paciencia y perdón allí donde otros siembran dispersión, furia y rencor; ensayan proyectos de misión compartida y fecunda allí donde otros prefieren trazar fronteras, abrir zanjas o levantar muros; procuran buscar y obedecer con libertad al Señor, que muestra el Camino, allí donde otros se abandonan a un individualismo ciego y desnortado; se atreven a elegir con alegría la pobreza y la sencillez del Se- ñor, que encarna la Verdad, allí donde otros cabalgan a lomos del desenfreno y la avidez; sueñan con abrazar cabalmente el amor del Señor, que ensancha la Vida, allí donde otros se dejan arrastrar por la frivolidad y el orgullo. En su corazón contemplativo y profético son parábola de la fraternidad divina.
Fraternidad divina que es humana; fraternidad humana que es divina. Esta es la entraña parabólica de los hombres y mujeres que, en medio de innumerables desafíos, al borde del camino o en la posada, en el rincón más inhóspito de una barriada cualquiera o en el coro más bello de cualquier monasterio, se convierten en aceite y vino para las heridas del mundo, vendaje y hogar de la salud de Dios. Demos gracias a Dios por ellos y con ellos, tejedores de lazos samaritanos hacia dentro y hacia fuera. Y en ellos y con ellos escuchemos una vez más la voz de Jesucristo, Buen Samaritano, que nos envía: «Anda, entonces, y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).
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