Fr. Juan Carlos Moya Ovejero, ofm
Madrid, a 1 de octubre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, el Señor os dé la paz.
Compartimos la bienaventuranza de la hermana muerte concedida a san Francisco como tránsito hacia la gloria eterna tan ansiada por él. Punto de llegada, culmen de sus aspiraciones, evocación del legado que nos dejó a lo largo de sus años de seguimiento del Señor. Este legado o carisma, de un valor inestimable para todos nosotros, es el mejor regalo que hemos recibido de parte de Dios, un regalo que, por otro lado, llevamos en vasijas de barro (cf. 2Cor 4,7).
Celebrar la pascua de san Francisco es participar vivamente del Espíritu que le condujo a ser un hombre de Dios, totalmente vuelto al Señor y a sus contemporáneos. «Tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro» (Rb 10,8-9), es una de sus exhortaciones más importantes a los hermanos, que también tomará santa Clara para sus hermanas (cf. RCl 10,9-10), y que tuvo como consecuencia lo que expresa en su Carta a toda la Orden: «Alabadlo porque es bueno y ensalzadlo con vuestras obras; pues por esto os envió al mundo entero, para que de palabra y con las obras deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él» (CtaO 8-9).
El mensaje de Jesucristo brilla con luz propia al contemplar la vida y la obra de nuestro fundador. Su solemnidad es para nosotros motivo de acción de gracias a Dios y, a la par, vuelta a la esencia del evangelio.
Por su medio somos invitados nuevamente a abrazar con determinación el mensaje de las bienaventuranzas, a vivir como gracia el amor incondicional a toda la creación, a identificarnos con Jesucristo siervo que se despoja de todo y nos lava los pies, a ser enviados en fraternidad para proclamar al mundo entero que el amor es más fuerte que el odio… El evangelio es la fuente de renovación de nuestra vida y de nuestra misión. Nuestra Provincia y los proyectos evangelizadores que la constituyen hemos de pensarlos, orarlos, sopesarlos como ejercicio de responsabilidad. Pero la premisa fundamental para que estos puedan tener futuro es que han de estar claramente enraizados en Dios, Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).
Sabemos de algunas de las dificultades que entrañan los tiempos que atravesamos. Identificamos con facilidad las que se sitúan en la epidermis, no tanto aquellas otras que están más latentes. Unas y otras nos están remitiendo a una realidad: que somos frágiles y estamos siendo sometidos a un proceso de despojamiento. Estamos siendo despojados de hermanos, y la pandemia nos está trayendo otro más: el de los recursos. La pregunta cae por su propio peso: ¿cómo y desde dónde vivimos esta realidad? Si la respondemos partiendo de nosotros, de nuestras estructuras y análisis, seguramente nos dejaremos llevar del pesimismo y la resignación. También podemos responder desde Dios sin tener en cuenta el momento histórico que vivimos, lo que nos llevaría a sublimar tanto las cosas, que llegaríamos a vaciar de sentido el mismo misterio de la encarnación. La tercera vía es mirar de frente la realidad, pero siempre desde Dios y con Dios. Así podremos ser hermanos menores de esperanza, testigos del crucificado-resucitado que vivimos con serenidad en medio de las dificultades. ¡No nos dejemos robar la esperanza! exclama el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium (85-86) tras referirse al desánimo que puede causar la constatación de la propia fragilidad. No nos dejemos robar, hermanos, ni la esperanza, ni la fe, ni el amor, ni la alegría de ser cristianos y menores en la Iglesia y en el mundo. Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar contra nosotros? (cf. Rm 8,31).
Y sigamos cuidándonos mucho en estos tiempos de pandemia. Es cierto que no tenemos que lamentar pérdidas de hermanos por el coronavirus, y ello dice muy bien de la actitud que estamos manteniendo en todos estos meses. No podemos dejar de mirar a los 391 religiosos de España fallecidos en este tiempo y a tantos miles de personas que se han despedido de este mundo en soledad. Tampoco podemos dejar de prestar una mano a quien más lo necesita en este tiempo. Por eso, hemos de seguir orando con insistencia para que el Espíritu de Dios mueva, no solo a los científicos para crear la ansiada vacuna, sino a toda la humanidad para que vivamos la fraternidad universal de los hijos de Dios. Esa sí sería la vacuna definitiva a todos nuestros males. Y si esto es un sueño, no lo es el que nosotros podamos hacer el mayor bien posible a quienes tenemos a nuestro alrededor, comenzando por nosotros mismos, y mostrando un rostro fraterno de bondad a quienes se acercan a nosotros. Eso sí está a nuestro alcance.
Que en este día solemne disfrutemos mucho de la liturgia, de los hermanos de la propia fraternidad, de toda la familia franciscana con quien compartimos la vida y de los amigos que nos acompañan en la misión. ¡Ellos son actores fundamentales en los proyectos evangelizadores que desarrollamos! Que también les podamos ofrecer la posibilidad de vivir en plenitud la misión en comunión con nosotros desde su condición de bautizados.
Finalmente pedimos al Señor que nos conceda hacer lo que sabemos que quiere (CtaO 50) en este tiempo de preparación para el Capítulo provincial, por intercesión de nuestra Madre, María Inmaculada, y sus siervos Francisco, Clara y Beatriz.
Recibid un abrazo fraterno.