A TODAS LAS HERMANAS DE LA FEDERACIÓN
Queridas hermanas: ¡El Señor os dé la paz!
Este año la celebración de la Solemnidad de Nuestro Padre San Francisco está enmarcada en dos líneas de acontecimientos que no podemos dejar al margen a la hora de unir nuestra vida y oración con las necesidades e incertidumbres más acuciantes de la Iglesia y del mundo.
Este año la celebración de la Solemnidad de Nuestro Padre San Francisco está enmarcada en dos líneas de acontecimientos que no podemos dejar al margen a la hora de unir nuestra vida y oración con las necesidades e incertidumbres más acuciantes de la Iglesia y del mundo.
Por un lado, seguimos inmersas en el trágico desarrollo de la pandemia vírica mundial que pone a prueba todas nuestras estructuras económicas, sociales y eclesiales, y lo que es más importante, nuestro verdadero grado de compromiso material, espiritual y fraterno, con una Humanidad que espera de nosotras un claro y luminoso testimonio evangélico de fe, esperanza y caridad.
Por otro, esta celebración estará también marcada por la presentación en Asís, de una nueva encíclica del papa Francisco que llevará el elocuente nombre de “Hermanos todos”, y que resaltará los valores (tan franciscanos) de la fraternidad humana como expresión auténtica de una vida reconciliada y reconciliadora. Esta encíclica ha sido presentada en varias ocasiones como el primer brote de una semilla que se sembró el año pasado en Abu Dabi cuando el Santo Padre se reunió el Gran Imán de Al-Azhar para pedir a todos los creyentes que “se empeñen más activamente, con sinceridad, con valor y audacia, en ayudar a la familia humana a madurar la capacidad de reconciliación, la visión de esperanza y los itinerarios concretos de paz”.
Es por esta conjunción de necesidades y esperanzas por lo que me gustaría exhortaros a aprovechar nuestras celebraciones para mirar, considerar y contemplar, con los ojos del corazón, el momento en que nos encontramos: un cruce de caminos ensombrecido por el sufrimiento y la incertidumbre de muchos hermanos y hermanas en todo el mundo, junto con la parada y permanente llamada que nos hace el Hermano Francisco a “tener el Espíritu del Señor y su santa operación y a orar continuamente al Señor con un corazón puro”. Este mismo Espíritu, este mismo Amor que ha sido derramado en nosotras con generosidad, es el aceite con el que debemos llenar nuestras lámparas encendidas, llameantes, por la alegre y definitiva promesa de una Humanidad reconciliada, hermanada, en Dios.
Os invito, hermanas, a extender las velas de la oración para acoger, con humildad agradecida y hospitalaria, este soplo fraterno del Espíritu Santo, y encaminarnos así, con pasos ligeros, por las sendas de nuestro tiempo, como intercesoras-sostenedoras de unos miembros que se debaten en medio del miedo, la inestabilidad, el dolor y las carencias de todo tipo.
“Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio” (Test.5). Desde que el Señor dio hermanos a Francisco, la fraternidad por ser el lugar del encuentro con Dios, es también el lugar donde se realiza nuestra vocación y misión. Misión en el retiro contemplativo que traspasa los espacios y nos hace salir de si, como peregrinas, para encontrarnos con los otros en el Otro, como una Alianza nueva que entrelaza personas diversas en una Salvación única; como palabras nuevas que abren nuevas posibilidades de acercamiento y nuevos ahondamientos humanizadores; como acción decisiva de Dios que cambia el curso de los acontecimientos para mostrarnos los Cielos nuevos y la tierra nueva, para transformar la oscuridad del “forastero” en la luz del “hermano”.
La Encarnación del Hijo, Jesucristo, que se ha hecho camino de Fraternidad verdadera para nosotras, y que nos fue mostrado por el hermano Francisco, nos zarandea a vivir nuestro carisma de hermanas pobres con renovada fuerza, de manera que lleguemos a ser fraternidades proféticas, que sepan leer los signos de los tiempos y encarnar el Evangelio de manera concreta y comprensible para la cultura de nuestro momento. Así, la fraternidad será misión en sí misma.
Por tanto, hermanas, desde la búsqueda apasionada del rosto de Dios y del testimonio elocuente de una vida auténticamente fraterna, mostremos a todos los hombres, el sentido esencialmente caritativo y el destino último y esperanzador de su existencia en una nueva Humanidad vuelta a su Creador. De esta manera haremos germinar el Reino fraterno de Dios con los hombres, sus hijos, justo lo que la Iglesia y el mundo necesitan hacer hoy vida concreta, justo lo que nosotras, como hermanas pobres, podemos y debemos testificar ante nuestros hermanos.
“El futuro de la humanidad está en las manos de los que son capaces de transmitir a las generaciones del mañana razones de vida y de esperanza” (GS 31). En una sociedad profundamente dividida y fragmentada generemos comunión y fraternidad en torno nuestro, no sólo siendo espejos y ejemplos para los de fuera sino también, y especialmente, para con las hermanas con las que convivimos, dones del Señor, nunca suficientemente agradecidos.
La gran comunión, en la que todos formamos una misma familia, es la que reafirma y confirma, franciscanamente, nuestra fe de hijas, nuestra esperanza de profetas y nuestra caridad de hermanas.
Muy unidas en esta gran solemnidad. Contad con mi cariño y oraciones. Me encomiendo a las vuestras
Es por esta conjunción de necesidades y esperanzas por lo que me gustaría exhortaros a aprovechar nuestras celebraciones para mirar, considerar y contemplar, con los ojos del corazón, el momento en que nos encontramos: un cruce de caminos ensombrecido por el sufrimiento y la incertidumbre de muchos hermanos y hermanas en todo el mundo, junto con la parada y permanente llamada que nos hace el Hermano Francisco a “tener el Espíritu del Señor y su santa operación y a orar continuamente al Señor con un corazón puro”. Este mismo Espíritu, este mismo Amor que ha sido derramado en nosotras con generosidad, es el aceite con el que debemos llenar nuestras lámparas encendidas, llameantes, por la alegre y definitiva promesa de una Humanidad reconciliada, hermanada, en Dios.
Os invito, hermanas, a extender las velas de la oración para acoger, con humildad agradecida y hospitalaria, este soplo fraterno del Espíritu Santo, y encaminarnos así, con pasos ligeros, por las sendas de nuestro tiempo, como intercesoras-sostenedoras de unos miembros que se debaten en medio del miedo, la inestabilidad, el dolor y las carencias de todo tipo.
“Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio” (Test.5). Desde que el Señor dio hermanos a Francisco, la fraternidad por ser el lugar del encuentro con Dios, es también el lugar donde se realiza nuestra vocación y misión. Misión en el retiro contemplativo que traspasa los espacios y nos hace salir de si, como peregrinas, para encontrarnos con los otros en el Otro, como una Alianza nueva que entrelaza personas diversas en una Salvación única; como palabras nuevas que abren nuevas posibilidades de acercamiento y nuevos ahondamientos humanizadores; como acción decisiva de Dios que cambia el curso de los acontecimientos para mostrarnos los Cielos nuevos y la tierra nueva, para transformar la oscuridad del “forastero” en la luz del “hermano”.
La Encarnación del Hijo, Jesucristo, que se ha hecho camino de Fraternidad verdadera para nosotras, y que nos fue mostrado por el hermano Francisco, nos zarandea a vivir nuestro carisma de hermanas pobres con renovada fuerza, de manera que lleguemos a ser fraternidades proféticas, que sepan leer los signos de los tiempos y encarnar el Evangelio de manera concreta y comprensible para la cultura de nuestro momento. Así, la fraternidad será misión en sí misma.
Por tanto, hermanas, desde la búsqueda apasionada del rosto de Dios y del testimonio elocuente de una vida auténticamente fraterna, mostremos a todos los hombres, el sentido esencialmente caritativo y el destino último y esperanzador de su existencia en una nueva Humanidad vuelta a su Creador. De esta manera haremos germinar el Reino fraterno de Dios con los hombres, sus hijos, justo lo que la Iglesia y el mundo necesitan hacer hoy vida concreta, justo lo que nosotras, como hermanas pobres, podemos y debemos testificar ante nuestros hermanos.
“El futuro de la humanidad está en las manos de los que son capaces de transmitir a las generaciones del mañana razones de vida y de esperanza” (GS 31). En una sociedad profundamente dividida y fragmentada generemos comunión y fraternidad en torno nuestro, no sólo siendo espejos y ejemplos para los de fuera sino también, y especialmente, para con las hermanas con las que convivimos, dones del Señor, nunca suficientemente agradecidos.
La gran comunión, en la que todos formamos una misma familia, es la que reafirma y confirma, franciscanamente, nuestra fe de hijas, nuestra esperanza de profetas y nuestra caridad de hermanas.
Muy unidas en esta gran solemnidad. Contad con mi cariño y oraciones. Me encomiendo a las vuestras
Prot.21/2020 Badajoz, 01-10-2020
Sor Mª Teresa Domínguez Blanco, osc
Presidenta Federal