"Este pobre
gritó y el Señor lo escuchó"
Homilía del Santo Padre Francisco
(contiene video)
Este domingo 18 de noviembre celebramos la II Jornada
Mundial de los Pobres. El Papa instituyó esta Jornada por una intuición que
tuvo durante la homilía en el Jubileo de los Pobres, el 13 de noviembre de 2016 durante el
Jubileo de la Misericordia.
Homilía
18 de noviembre de 2018
Basílica Vaticana
Veamos tres acciones que Jesús realiza en el
Evangelio.
La primera. En pleno día, deja: deja a la multitud en
el momento del éxito, cuando lo aclamaban por haber multiplicado los panes. Y
mientras los discípulos querían disfrutar de la gloria, los obliga rápidamente
a irse y despide a la multitud (cf. Mt 14,22-23). Buscado por la gente, se va
solo; cuando todo iba “cuesta abajo”, sube a la montaña para rezar. Luego, en
mitad de la noche, desciende de la montaña y se acerca a los suyos caminando
sobre las aguas sacudidas por el viento. En todo, Jesús va contracorriente:
primero deja el éxito, luego la tranquilidad. Nos enseña el valor de dejar:
dejar el éxito que hincha el corazón y la tranquilidad que adormece el alma.
¿Para ir a dónde? Hacia Dios, rezando, y hacia los
necesitados, amando. Son los auténticos tesoros de la vida: Dios y el prójimo.
Subir hacia Dios y bajar hacia los hermanos, aquí está la ruta que Jesús nos
señala. Él nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las cómodas llanuras
de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequeñas satisfacciones
cotidianas. Los discípulos de Jesús no están hechos para la predecible
tranquilidad de una vida normal. Al igual que el Señor Jesús, viven su camino
ligeros, prontos para dejar la gloria del momento, vigilantes para no apegarse
a los bienes que pasan. El cristiano sabe que su patria está en otra parte,
sabe que ya ahora es ―como nos recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura―
«conciudadano de los santos, y miembro de la familia de Dios» (cf. Ef 2,19). Es
un ágil viajero de la existencia. No vivimos para acumular, nuestra gloria está
en dejar lo que pasa para retener lo que queda. Pidamos a Dios que nos
parezcamos a la Iglesia descrita en la primera lectura: siempre en movimiento,
experta en el dejar y fiel en el servicio (cf. Hch 28,11-14). Despiértanos,
Señor, de la calma ociosa, de la tranquila quietud de nuestros puertos seguros.
Desátanos de los amarres de la autorreferencialidad que lastran la vida,
libéranos de la búsqueda de nuestros éxitos. Enséñanos, Señor, a saber dejar,
para orientar nuestra vida en la misma dirección de la tuya: hacia Dios y hacia
el prójimo.
La segunda acción: en plena noche Jesús alienta. Se
dirige hacia los suyos, inmersos en la oscuridad, caminando «sobre el mar» (v.
25). En realidad se trataba de un lago, pero el mar, con la profundidad de su
oscuridad subterránea, evocaba en aquel tiempo a las fuerzas del mal. Jesús, en
otras palabras, va hacia los suyos pisoteando a los malignos enemigos del hombre.
Aquí está el significado de este signo: no es una manifestación en la que se
celebra el poder, sino la revelación para nosotros de la certeza
tranquilizadora de que Jesús, solo él, derrota a nuestros grandes enemigos: el
diablo, el pecado, la muerte, el miedo, la mundanidad. También hoy nos dice a
nosotros: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27).
La barca de nuestra vida a menudo se ve zarandeada por
las olas y sacudida por el viento, y cuando las aguas están en calma, pronto
vuelven a agitarse. Entonces la emprendemos con las tormentas del momento, que
parecen ser nuestros únicos problemas. Pero el problema no es la tormenta del
momento, sino cómo navegar en la vida. El secreto de navegar bien está en
invitar a Jesús a bordo. Hay que darle a él el timón de la vida para que sea él
quien lleve la ruta. Solo él da vida en la muerte y esperanza en el dolor; solo
él sana el corazón con el perdón y libra del miedo con la confianza. Invitemos
hoy a Jesús a la barca de la vida. Igual que los discípulos, experimentaremos
que con él a bordo los vientos se calman (cf. v. 32) y nunca naufragaremos. Con
él a bordo nunca naufragaremos. Y solo con Jesús seremos capaces también
nosotros de alentar. Hay una gran necesidad de personas que sepan consolar,
pero no con palabras vacías, sino con palabras de vida, con gestos de vida. En
el nombre de Jesús, se da un auténtico consuelo. Solo la presencia de Jesús
devuelve las fuerzas, no las palabras de ánimo formales y obligadas.
Aliéntanos, Señor: confortados por ti, confortaremos verdaderamente a los
demás.
Y tercera acción de Jesús: en medio de la tormenta,
extiende su mano (cf. v. 31). Agarra a Pedro que, temeroso, dudaba y,
hundiéndose, gritaba: «Señor, sálvame» (v. 30). Podemos ponernos en la piel de
Pedro: somos gente de poca fe y estamos aquí mendigando la salvación. Somos
pobres de vida auténtica y necesitamos la mano extendida del Señor, que nos
saque del mal. Este es el comienzo de la fe: vaciarnos de la orgullosa
convicción de creernos buenos, capaces, autónomos y reconocer que necesitamos
la salvación. La fe crece en este clima, un clima al que nos adaptamos estando
con quienes no se suben al pedestal, sino que tienen necesidad y piden ayuda.
Por esta razón, vivir la fe en contacto con los necesitados es importante para
todos nosotros. No es una opción sociológica, no es la moda de un pontificado,
es una exigencia teológica. Es reconocerse como mendigos de la salvación,
hermanos y hermanas de todos, pero especialmente de los pobres, predilectos del
Señor. Así, tocamos el espíritu del Evangelio: «El espíritu de pobreza y de
caridad ―dice el Concilio― son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo»
(Const. Gaudium et spes, 88).
Jesús escuchó el grito de Pedro. Pidamos la gracia de
escuchar el grito de los que viven en aguas turbulentas. El grito de los
pobres: es el grito ahogado de los niños que no pueden venir a la luz, de los
pequeños que sufren hambre, de chicos acostumbrados al estruendo de las bombas
en lugar del alegre alboroto de los juegos. Es el grito de los ancianos
descartados y abandonados. Es el grito de quienes se enfrentan a las tormentas
de la vida sin una presencia amiga. Es el grito de quienes deben huir, dejando
la casa y la tierra sin la certeza de un destino. Es el grito de poblaciones
enteras, privadas también de los enormes recursos naturales de que disponen. Es
el grito de tantos Lázaros que lloran, mientras que unos pocos epulones
banquetean con lo que en justicia corresponde a todos. La injusticia es la raíz
perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada día más fuerte pero
también menos escuchado. Cada día ese grito es más fuerte, pero cada día se
escucha menos, sofocado por el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez
menos pero más ricos.
Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo
permanecemos con los brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante
la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos
cruzados, indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente
extiende su mano, como lo hace Jesús con él. El grito de los pobres es
escuchado por Dios. Pregunto: ¿y nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oídos para
escuchar, manos extendidas para ayudar, o repetimos aquel “vuelve mañana”? «Es
el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad
de sus discípulos» (ibíd.). Nos pide que lo reconozcamos en el que tiene hambre
y sed, en el extranjero y despojado de su dignidad, en el enfermo y el
encarcelado (cf. Mt 25,35-36).
El Señor extiende su mano: es un gesto gratuito, no
obligado. Así es como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a los
que nos aman. Corresponder es normal, pero Jesús pide ir más lejos (cf. Mt
5,46): dar a los que no tienen con qué devolver, es decir, amar gratuitamente
(cf. Lc 6,32-36). Miremos lo que sucede en cada una de nuestras jornadas: entre
tantas cosas, ¿hacemos algo gratuito, alguna cosa para los que no tienen cómo
corresponder? Esa será nuestra mano extendida, nuestra verdadera riqueza en el
cielo.
Extiende tu mano hacia nosotros, Señor, y agárranos.
Ayúdanos a amar como tú amas. Enséñanos a dejar lo que pasa, a alentar al que
tenemos a nuestro lado, a dar gratuitamente a quien está necesitado. Amén.