El Señor te dé la paz.
Los tiempos en que vivimos
son tiempos donde fácilmente nos acomodamos, llegando a cuestionarlo todo, sin
una pasión de entusiasmo por algo que haga vibrar nuestras entrañas. Y así,
adormecidos, vamos dejando pasar la vida sin tomarla en nuestras manos y
llenarla de plenitud y de sentido.
El marco del Adviento podría ser un momento decisivo para despertar, para caer en la cuenta de lo que realmente merece la pena y distinguir aquello por lo qué luchar con un espíritu acogedor y dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo. Y es justamente ahora, cuando una de las grandes protagonistas de este tiempo de vela y esperanza, tiempo de allanar los caminos y de abrir las puertas al Salvador que se acerca: la bienaventurada Virgen María, virgen hecha Iglesia, nos alienta a vivir confiados y en espera activa, perseverante, aguardando al Señor que «viene a nuestro encuentro en cada persona y en cada acontecimiento» (Pref. Adv. III), para guiarnos por el sendero de la Vida y de la Salvación.
¡Qué paradójico! Si volvemos la vista atrás, podríamos evocar el gran movimiento que se generó en España siglos antes de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María, cuando obispos, cabildos catedrales, órdenes religiosas, ayuntamientos, universidades y otras instituciones, así como las hermandades —que en algunos casos hacían votos de sangre en la defensa del privilegio mariano—, se volcaban para solicitar aquello que el pueblo sentía y por lo que vibraba: que María Santísima, la que acogió en su seno al Redentor del mundo, vivió la más perfecta redención al no probar la amargura del pecado, por el amor y la misericordia divina.
El plan de Dios de venir a redimirnos, preparó desde el principio a la «Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado del mundo» (Prefacio de la festividad), y realizó la obra más plena. En Ella estuvo y está la plenitud de la gracia y todo bien, como decía San Francisco en el Saludo a la Bienaventurada Virgen María. De su seno nacería el Hijo de Dios, pero Ella, inundada del Espíritu, supo mostrarse en todo momento dócil al designio divino; generosa en su disponibilidad, servicial en su entrega y confiada totalmente en el Dios a quien «espero con inefable amor de madre» (Pref. Adv. II), ofreciéndole, en su pobreza y humildad, la más grande de las acogidas.
Agradece todo lo que se te da en este misterio; pero aprende también y déjate tocar por la que es Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu. También tú, desde tu bautismo, has sido redimido de lo que Ella fue preservada, para que recuperes tu condición filial y fraterna, y así puedas cada día —dejándote guiar por el mismo Espíritu que hizo carne el Verbo de Dios en María—, buscar el querer de Dios y, a través de tus buenas obras, manifestar a Aquel en quien has creído, a quien sigues, a quien amas.
Déjate, pues, habitar por quien llena de alegría y de esperanza tu vida, y no te desanimes en el momento de la prueba. Sé como Ella —a veces sin entender el porqué, pero siempre fiel y siempre obediente—, la última y, a la vez, la primera para acoger, para escuchar, para acompañar, para sostener, para alentar, para servir. Déjate, por tanto, enardecer por su ejemplo, y despierta en ti todos esos dones con los que el Señor te ha bendecido; cuida la pureza de tu cuerpo y de tu corazón para responder con generosidad al Dios del amor y de la gratuidad.
Ella, Pura y Limpia, es ese espejo en el que encontrar la vía que nos lleva a la ciudad de Dios. Nada para sí, todo para el Eterno. Alimenta el don de la fe recibida y testimonia a Aquel de quien te has fiado, de modo que aquellos que se acerquen a ti encuentren, por tu ejemplo (y en caso necesario, por tus palabras), al que es Camino, Vida y Verdad. Agradece, acoge y multiplica lo que se te ha confiado. Ponte aprisa en camino como María de Nazaret a fin de que, a través de ti, llegue a todos el Amor que vino de lo alto.
Feliz fiesta de la Inmaculada Concepción.
Madrid, sede de la Curia provincial, 4 de diciembre de 2022
Prot. N.º: 134 / 2022
Fdo.: Fray Joaquín Zurera Ribó, OFM