A toda la Orden de los Hermanos Menores, a las Hermanas Clarisas y Hermanas Concepcionistas, a las Hermanas de los Institutos afiliados, a los laicos de nuestra Familia.
Estimados Hermanos y Hermanas
¡Que el Señor les dé la paz!
Con el corazón conmovido y agradecido, me dirijo a todos ustedes en este momento que la Iglesia y el mundo entero lloran el fallecimiento del Papa Francisco, el primer Pontífice de la historia que ha elegido el nombre de nuestro Seráfico Padre. Dicha opción, hecha la misma tarde de su elección, reveló desde el principio la orientación de su pontificado: un retorno siempre nuevo a la sencillez evangélica, a la Iglesia cercana a los pobres, a la primacía de la misericordia y al encuentro con cada persona humana.
“La enfermedad y la tribulación” visitaron con fuerza al Papa Francisco en los últimos meses, dejándonos ver como un cristiano y Pastor prepara su encuentro con la “Hermana Muerte”; un testimonio profundamente valioso en nuestra época, donde la enfermedad y la muerte suelen ser negadas o convertidas en espectáculo: vivido con paciencia y en alabanza al Altísimo y buen Señor. Y por esto estamos profundamente agradecidos.
Un nombre profético que se convirtió en programa
Todos recordamos las palabras con las que el Papa Francisco explicó la elección de su nombre: “Francisco, el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y cuida la creación”. Esta triple dimensión ha sido una constante a lo largo de su ministerio petrino. No se trata solo de un homenaje al Santo de Asís, sino de un verdadero programa de vida y de pontificado, un retorno a lo esencial del Evangelio, tan característico del camino del Poverello.
El Evangelio sine glossa
En el centro de la palabra y del actuar del Papa Francisco había una lectura inmediata y directa del Evangelio, la misma que impulsó a Francisco de Asís a decir: “Esto quiero, esto pido, esto anhelo de todo corazón” Vimos en el Santo Padre esa capacidad de captar la esencia del anuncio evangélico sin estructuras adicionales, sin compromisos con la lógica mundana, con una inmediatez que golpeaba directamente el corazón de las personas.
La espiritualidad ignaciana, que formó al Papa, se entrelazó maravillosamente con la sensibilidad franciscana en la actitud contemplativa hacia la Palabra de Dios, en la capacidad de “ver y tocar” la carne de Cristo en los pobres y en los sufrimientos de todo tipo, en la búsqueda constante de la voluntad de Dios a través del discernimiento.
Un magisterio con raíces franciscanas
El magisterio del Papa Francisco se nutrió de bastantes intuiciones franciscanas, ampliándolas y reactualizándolas para nuestro tiempo. Las dos Cartas Encíclicas con títulos explícitamente franciscanos - Laudato Sì y Fratelli tutti - son su expresión más completa, sin embargo, todo el corpus de sus enseñanzas está impregnado de esta sensibilidad.
El Papa retomó en la Laudato Si la visión cosmo-relacional del Cántico de las Criaturas, donde Francisco de Asís reconoce la fraternidad con todas las criaturas, llamándolas “hermanas” y “hermanos”. Esta visión se ha desarrollado en la ecología integral, que reconoce la profunda interconexión entre el entorno natural, la sociedad humana y la dimensión espiritual. El “todo está conectado” de la Encíclica se hace eco del “todo es relación” que vivió el Poverello con respecto a la creación. En la exhortación apostólica Querida Amazonia continúa también esta línea, extendiendo la preocupación franciscana por las criaturas a la defensa de las culturas indígenas y sus territorios.
En Fratelli tutti, el Papa tomó como referencia la experiencia de Francisco ante el Sultán, proponiendo la “amistad social” como paradigma para nuestro tiempo: el encuentro desarmado con el otro, la capacidad de reconocer al hermano más allá de cualquier barrera religiosa o cultural. Además, retomó la intuición de Francisco sobre la fraternidad universal, la justicia como dimensión del amor y la reconciliación que nace de la minoridad. El “buen samaritano” de esta Encíclica nos remite al Francisco que abraza al leproso, reconociendo en él no solamente a un hermano, sino al Cristo sufriente.
También en otras cartas, como Evangelii Gaudium y Gaudete et Exsultate, encontramos temas profundamente franciscanos: la alegría que brota del encuentro con el Evangelio, la sencillez como senda de santidad, la misericordia como el nombre de Dios y la predilección por los pobres como criterio de autenticidad evangélica. Incluso en la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia se resalta esa dimensión del amor verdadero, tierno y concreto que caracterizó a Francisco en su relación con cada persona.
No podemos olvidar, por otra parte, cómo la Bula de Indicción al Jubileo Extraordinario de la Misericordia, Misericordiae Vultus, evoca la experiencia de Francisco, quien, en su encuentro con el leproso, descubrió el rostro misericordioso de Dios. Del mismo modo, la carta Admirabile Signum, sobre el significado del pesebre, nos remite a la Navidad de Greccio, donde Francisco quiso “ver con los ojos del cuerpo” la pobreza y la humildad de la Encarnación.
Todo este magisterio se traduce en una visión de la Iglesia muy cercana a la primitiva fraternidad franciscana: una Iglesia en salida, no autorreferencial, pobre y para los pobres, que busca restaurar la dignidad de los descartados y convertirse en un “hospital de campaña” que sane las heridas de la humanidad, en lugar de una fortaleza atrincherada en sus seguridades. Podemos decir que la visión de la Iglesia como pueblo de Dios peregrino en la historia, madurada con el Concilio Vaticano II, encontró en nuestro llorado Santo Padre un testigo y un artífice convencido y valiente.
Gestos que hablan en el silencio de las paradojas
Al igual que nuestro Serafico Padre, el Papa Francisco ha forjado su pontificado con gestos que son parábolas vivientes, un lenguaje sin palabras que invita a mirar más allá de las apariencias. En su mano tendida hacia el hombre desfigurado por la neurofibromatosis, ¿no ha derribado los cánones de la belleza, mostrando que el rostro auténtico es aquel que sabe afrontar la fragilidad? Cuando fue a Lampedusa y Lesbos, ¿no transformó las periferias geográficas en centros espirituales, haciendo de los migrantes rechazados los maestros de una nueva geografía del corazón? ¿Y qué decir de sus pies que, lavando los de los presos, revelaron el parágrafo evangélico según el cual el que sirve es más grande que el que es servido?
Cuando oraba en soledad en una plaza de San Pedro completamente desierta, ¿acaso no demostró que el vacío puede ser más elocuente que la multitud, que la distancia impuesta puede generar una nueva cercanía espiritual? En estos gestos encontramos el eco de Francisco que abraza aquello de lo que todos huyen, que va desarmado allí donde todos van con las armas, que habla con los pájaros cuando los hombres no quieren escuchar.
Y qué decir de su decisión de vivir en Santa Marta? ¿No es quizás una mane- ra de decirnos que la cercanía y la sencillez son de gran valor? ¿O de subirse a vehículos utilitarios cuando el protocolo prevé otros? ¿No nos enseña así que la verdadera seguridad está en la vulnerabilidad compartida? Por último, su lenguaje directo, ¿no nos muestra acaso que la auténtica profundidad no necesita palabras rebuscadas, sino esa sencillez que, como decía nuestro Padre Francisco, es «her- mana de la sabiduría»?
El lenguaje de Francisco, inmediato, concreto, algunas veces incluso coloquial, nos recordó la predicación de San Francisco, que utilizaba imágenes simples, parábolas comprensibles, gestos elocuentes para llegar al corazón de las personas. Como el Poverello, quien predicaba a los pájaros y componía cantos en lengua vulgar, el papa Francisco supo encontrar formas de comunicación capaces de atravesar las barreras sociales y culturales. Sus neologismos (“misericordiar”, “primerear”), sus metáforas pastorales (la Iglesia como “hospital de campaña”), sus imágenes eficaces (los pastores que “tienen el olor de las ovejas”) han dado nueva frescura al anuncio evangélico de siempre, haciéndolo más accesible a la sensibilidad contemporánea.
Una espiritualidad enraizada en el encuentro
En sus varios mensajes que el Papa Francisco dirigió a nuestra Familia Franciscana durante su pontificado, destaca con claridad lo que él mismo consideraba el corazón de la espiritualidad de nuestro Seráfico Padre. En el discurso a la Coordinación Eclesial para el VIII Centenario Franciscano del 31 de octubre de 2022, afirmó: «Francisco es el hombre de paz, el hombre de pobreza, el hombre que ama y celebra la creación; pero ¿cuál es la raíz de todo esto? ¿cuál es la fuente? Jesucristo. Es un enamorado de Jesucristo, que para seguirlo no tiene miedo de hacer el ridículo, sino que sigue adelante. La fuente de toda su experiencia es la fe».
Esta fe tiene su corazón palpitante en el encuentro con Cristo crucificado y resucitado y se manifiesta concretamente en el encuentro con los pobres. Como nos recordó el Santo Padre en su mensaje a nuestro Capítulo General de 2021: «Renovar la visión: esto es lo que le ocurrió al joven Francisco de Asís. Él mismo lo atestigua, relatando la experiencia que, en su Testamento, sitúa al principio de su conversión: el encuentro con los leprosos, cuando “aquello que le parecía amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo”. En las raíces de vuestra espiritualidad está este encuentro con los últimos y los que sufren, en el signo de “hacer misericordia”. Dios tocó el corazón de Francisco a través de la misericordia ofrecida al hermano, y sigue tocando nuestros corazones a través del encuentro con los demás, especialmente con las personas más necesitadas».
Estas palabras iluminan la dimensión cristológica de la opción por los pobres en Francisco de Asís y en el Papa Francisco. El encuentro con los pobres, para ambos, no es una actividad más, sino la experiencia fundante de su propia conversión, el lugar teológico donde Cristo mismo se revela. El pobre es «signo, casi sacramento, de la presencia de Dios», como afirmaba el Papa, y el encuentro con él es capaz de transformar «en dulzura de alma y de cuerpo» la amargura de la existencia.
Así como para el santo de Asís, esta atención a los pobres abre también al papa Francisco nuevos horizontes en la comprensión de la fe. Los pobres no son simplemente destinatarios de nuestra caridad, sino auténticos maestros espirituales que nos evangelizan. «Los pobres nos salvan», ha reiterado en diversas ocasiones el Pontífice, al liberarnos de la autorreferencialidad, de la ilusión de autosuficiencia y de la idolatría del dinero, devolviéndonos a lo esencial del Evangelio.
La institución de la Jornada Mundial de los Pobres, la creación de los “Viernes de la Misericordia” durante el Jubileo extraordinario, la atención a las “periferias existenciales” han sido expresiones concretas de esta visión profundamente cristocéntrica de la opción por los pobres. En sus gestos de ternura hacia los enfermos, los presos, los migrantes, los sintecho, los discapacitados, los ancianos abandonados, el Papa Francisco ha demostrado que la verdadera reforma de la Iglesia pasa necesariamente por el encuentro con Cristo a través de los pobres, exactamente como la auténtica conversión de Francisco de Asís comenzó con el abrazo al leproso.
“No amamos con palabras, sino con hechos”, nos recordaba constantemente, porque es en el encuentro concreto con los pobres donde nuestra fe se purifica, se profundiza y se transforma en una auténtica secuela de Cristo pobre y crucificado.
Los “lugares” franciscanos en el itinerario espiritual del Papa Francisco
En su discurso para el Centenario Franciscano, el Papa Francisco trazó un itinerario espiritual inspirado en los lugares que marcaron la vida de San Francisco y que también marcaron profundamente su pontificado.
La primera etapa fue Fonte Colombo, el lugar de la Regla, junto con Greccio, el lugar del Pesebre. Aquí el Papa vio «una poderosa invitación a redescubrir en la Encarnación de Jesucristo el “camino” de Dios». La Encarnación ha estado verdaderamente en el corazón del magisterio del Papa Francisco, que siempre ha insistido en la concreción de la fe cristiana, en su capacidad de “tocar la carne” del hombre que sufre, en el rechazo de cualquier espiritualismo desencarnado.
La segunda etapa fue el monte Alverna, lugar de las llagas, que representa « “el último sello” que asimila al santo con Cristo crucificado y le permite adentrarse en la historia humana, marcada profundamente por el dolor y el sufrimiento». Este misterio de la Cruz, que Francisco llevó impreso en su propio cuerpo, ha estado también en el centro de la predicación y la acción pastoral del papa Francisco, quien siempre ha buscado llevar el consuelo de Cristo a los crucificados de la historia.
Por último, Asís, con el Tránsito de Francisco a la Porciúncula, que «revela lo esencial del cristianismo: la esperanza de la vida eterna». Es significativo que el papa Francisco haya elegido realizar su primera visita apostólica precisamente a Asís, y que haya regresado allí en numerosas ocasiones, para subrayar cómo la esperanza cristiana nace precisamente de la pobreza evangélica, del desprendimiento que nos hace libres porque nos confiamos enteramente a Dios.
En este itinerario espiritual, que va de la Regla a las Llagas y culmina en el Tránsito, se vislumbra una síntesis perfecta del camino que el papa Francisco ha propuesto a la Iglesia durante su pontificado: un regreso constante a la pureza evangélica, pasando por la conformación con Cristo crucificado, hasta alcanzar la plenitud de la esperanza cristiana.
El futuro que el Papa Francisco soñó para nosotros
En su mensaje a nuestro Capítulo General de 2021, el Santo Padre nos exhortó a no dejarnos vencer por el desánimo ante los desafíos que la Orden afronta en muchas partes del mundo: «Mientras os enfrentáis a los desafíos de la disminución de los números y el envejecimiento en gran parte de la Orden, no dejéis que la ansiedad y el miedo os impidan abrir vuestros corazones y mentes a la renovación y revitalización que el Espíritu de Dios provoca en vosotros y entre vosotros. Tenéis una herencia espiritual de una riqueza inestimable, enraizada en la vida evangélica y marcada por la oración, la fraternidad, la pobreza, la minoridad y la itinerancia».
Y concluyó con estas palabras, que hoy queremos acoger como un testamento espiritual:
«Queridos hermanos, que el Altísimo, Omnipotente y Buen Señor os haga ser cada vez más testigos creíbles y alegres del Evangelio; que os conceda llevar una vida sencilla y fraterna; y que os conduzca por los caminos del mundo para arrojar con fe y esperanza la semilla de la Buena Noticia».
Estas palabras resuenan hoy como una invitación a no encerrarnos en la nostalgia de un pasado que no volverá, ni a dejarnos paralizar por el miedo a un futuro incierto, sino a vivir plenamente el presente con la creatividad y la audacia que nos da el Espíritu. Esta es la mejor manera de honrar la herencia espiritual que nos deja el papa Francisco: ser hombres y mujeres de esperanza, capaces de ver más allá de las dificultades del momento presente para vislumbrar las señales de la presencia de Dios en la historia.
Como nos recordó en su discurso para el Centenario Franciscano, refiriéndose a las palabras de fray Masseo a Francisco: «¿Por qué toda la tierra viene detrás de ti, y cada persona parece desear verte, oírte y obedecerte?». Para encontrar una res- puesta, nos decía el Papa, «hay que ponerse en la escuela del Poverello, encontrando en su vida evangélica el camino para seguir las huellas de Jesús. En concreto, esto significa escuchar, caminar y anunciar hasta las periferias».
Una lección para nosotros los franciscanos
La vida y el magisterio del papa Francisco representan para nosotros, los franciscanos, un poderoso llamado a redescubrir la esencia de nuestro carisma, a volver al corazón del Evangelio, a vivir con mayor autenticidad nuestra vocación de herma- nos y menores.
Su ejemplo nos invita a una conversión continua, a salir de nuestras seguridades para ir al encuentro de los demás, especialmente de los más pobres, a afrontar con valentía los desafíos de nuestro tiempo, a ser promotores de paz en un mundo des- garrado, a custodiar la creación como nuestra casa común.
En este momento de dolor, pero también de profunda gratitud, recogemos esta herencia espiritual que se nos entrega, comprometiéndonos a vivirla con renovado impulso en nuestras fraternidades y ministerios.
Conclusión: con María hacia el futuro
Mientras confiamos el alma del Papa Francisco a la misericordia del Padre, no podemos olvidar otro rasgo fundamental que unió al Pontífice y al Santo de Asís: el amor filial a la Virgen María. Al igual que Francisco, que la aclamó como la “Vir- gen hecha Iglesia” y el “Palacio, Tabernáculo y Morada” del Señor, el Papa Francisco también manifestó una tierna devoción a Aquella que “hizo a nuestro hermano el Señor de la majestad” (San Buenaventura, Leyenda Mayor 3).
A lo largo de su ministerio, el Papa ha subrayado constantemente la centralidad de María en la historia de la salvación, no como una figura secundaria, sino como protagonista activa del plan divino. Desde el primer día de su pontificado, cuando visitó Santa María la Mayor, ha peregrinado a numerosos santuarios marianos, incluyendo Fátima, Loreto, Aparecida y muchos más lugares de profunda devoción mariana en todo el mundo.
Su oración ante el icono de María “Salus Populi Romani” antes y después de cada viaje apostólico recuerda el gesto de Francisco que, antes de morir, quiso ser llevado a Santa María de los Ángeles. En ambos vibra esa entrega total a la Madre que caracterizó a nuestros Santos más auténticos.
El Papa Francisco ha destacado en múltiples ocasiones cómo María encarna la síntesis de lo que la Iglesia está llamada a ser: acogedora, generadora, contemplativa y misionera. Su exhortación a una “Iglesia en salida” resuena como un eco del “Magnificat”, donde María, tras acoger al Verbo, “se levantó y partió sin demora” para llevar a Jesús a Isabel. Este dinamismo misionero de María es el mismo que Francisco de Asís vivió en su itinerancia y que el Papa propone como modelo para la Iglesia de nuestro tiempo. La mariología del Papa Francisco, al igual que la del Poverello, no es abstracta ni meramente sentimental, sino profundamente cristocéntrica y eclesial. María es la “primera discípula”, quien custodia la Palabra y avanza en la fe; es la “Madre de la Iglesia”, que engendra nuevos hijos en el dolor al pie de la Cruz; y es la “Estrella de la Evangelización”, que guía nuestros pasos en la proclamación del Evangelio hasta los confines de la tierra.
Al confiar la vida y la misión apostólica del Papa Francisco a la misericordia del Padre, pidamos al Señor, por intercesión de María Inmaculada, Reina de la Orden, y de nuestro Seráfico Padre, que suscite en su Iglesia pastores según su corazón, capaces de guiar al pueblo de Dios con la misma sabiduría evangélica, la misma compasión por los que sufren y el mismo amor apasionado por Cristo que han brillado en este gran Pontífice.
Con la bendición seráfica,
Fr. Massimo Fusarelli OFM
Ministro general
Curia general de la Orden, Roma, 21 04 2025
Prot. 114160/MG-72-2025